martes, 25 de noviembre de 2008

ISABEL MONZÓN: ANNA O. : BUSCANDO LA PALABRA PERDIDA


Anna O. : Buscando la palabra perdida

por Isabel Monzón

(agradezco a la autora su amable permiso para publicar aquí su artículo)


Joseph Breuer, prestigioso médico vienés, había sido requerido para atender a una joven de 21 años, a la que en su historial apodó Anna. Cursaba el mes de diciembre de 1880 y era pleno invierno en Viena. En julio de aquel mismo año, coincidiendo con la época en que empieza a dedicarse al cuidado de su padre enfermo, Anna evidencia una “enfermedad nerviosa” que, por sus características, se diagnostica como histeria. Tos, anorexia, parálisis y, como una de las expresiones más significativas del cuadro, una grave perturbación funcional del lenguaje. El tratamiento se continúa hasta junio de 1882.
En el historial clínico, Breuer dice que Anna tiene “una inteligencia sobresaliente, un poder de combinación asombrosamente agudo e intuición penetrante; su poderoso intelecto había podido recibir un sólido alimento espiritual y lo requería, pero éste cesó tras abandonar la escuela. Ricas dotes poéticas y fantasía, controladas por un entendimiento tajante y crítico”. Esta última característica de la personalidad de Anna la volvía por completo insugestionable, de tal modo que, para influir sobre ella, era necesario usar argumentos, no afirmaciones.
En 1953 Ernest Jones, quien fuera no sólo uno de los biógrafos de Freud sino además su discípulo - el menos creativo, el más obsecuente - revela, no sin cierta dosis de indiscreción y para gran desagrado de la familia de Anna, la verdadera identidad de ella. Se trataba de Bertha Pappenheim, muy conocida por su militancia feminista y su aporte a los derechos humanos, especialmente de la mujer y de los niños. Fue, además, la primera asistente social en Alemania y una de las primeras en el mundo.
Según Jones - quien advierte estar transcribiendo un relato que le hiciera Freud, recibido, a su vez, de Breuer - el tratamiento de Anna no finalizó con una exitosa alta, como se relata en el historial. Todo lo contrario, la terapia fue suspendida abruptamente en junio de 1882 por Breuer quien, por hablar permanentemente de Anna, había provocado los celos de su esposa. La “interesante” paciente, relata Jones, había desatado en su terapeuta una poderosa contratransferencia. Ella, “más enferma que nunca”, reaccionó ante el abandono desarrollando todos los síntomas de un falso parto histérico. Breuer, llamado por los familiares, concurrió otra vez a visitarla, la encontró en ese estado y la calmó con hipnosis. Luego él, “bañado en frío sudor abandonó la casa”. Al día siguiente viajó con su esposa, en una segunda luna de miel, a Venecia. El fruto de este viaje fue el nacimiento de una hija que, “concebida en circunstancias tan especiales, habría de suicidarse sesenta años más tarde, en Nueva York”.
La tendenciosa versión de Jones, desacreditada por Henry Ellenberger en su historia sobre Anna O., ciertamente muy bien documentada, no sólo resta valor a la figura humana y científica de Joseph Breuer sino que, además, ofrece una lectura veladamente misógina acerca de Bertha Pappenheim. Ellenberger nos cuenta que Dora, la última hija de Breuer, nació el 11 de marzo de 1882 y que, por lo tanto, debe haber sido concebida aproximadamente en junio de 1881, cuando Anna fue trasladada a una casa de campo para su internación y no en junio de 1882, como dice Jones. En consecuencia, el nacimiento de Dora Breuer no tuvo nada que ver con los avatares del vínculo de su padre con Anna O. Tampoco su suicidio. En un artículo de Lucy Freeman leímos el testimonio de una nieta de Breuer, según el cual su tía Dora vivía en Viena cuando Hitler tomó el poder. En el momento que la Gestapo llegó a su casa para llevarla a un campo de concentración, ella que, además, era víctima de un cáncer terminal, prefirió suicidarse. Hay otro testimonio, y es de Ernst Hammerschlag, psicoanalista y sobrino político de Breuer. Comentando el informe de Jones, dijo: “Breuer, que era un buen padre de familia, no tenía el aspecto de ser un charlatán sobre cuestiones profesionales. No daba la impresión de que al volver a casa se desahogara con su mujer”. Ésta no va a ser la única vez que Ernest Jones calumnie a uno de sus colegas ya que también lo hizo con el talentoso Ferenczi. Tal vez con sus tendenciosas historias se proponía desacreditar a todo el que, de una u otra manera, pudiera hacerle sombra a Freud. Por otra parte, la de Jones es una lectura misógina, en tanto empequeñece la imagen de Anna con esa versión - de la que no existen pruebas - del falso parto histérico, como si los únicos intereses de ella rondaran la relación con el varón y la maternidad. Jones también puede llegar a conducirnos a dudar acerca de la reserva de Freud, quien, según él, le relató este hecho. En 1925 el creador del psicoanálisis, refiriéndose a Joseph Breuer, dijo que se trataba de “un hombre reservado y modesto”, que durante muchos años había mantenido en secreto los descubrimientos realizados en el tratamiento con Anna O. Joseph Breuer fue motivado por el mismo Freud a publicar el historial y sus reflexiones. “Más tarde tuve razones para suponer que también un factor puramente afectivo lo había disuadido de proseguir su labor en el esclarecimiento de la neurosis. Había tropezado con la infaltable transferencia de la paciente sobre el médico, pero no aprehendió la naturaleza impersonal de ese proceso”. De estas palabras de Freud creemos que es necesario remarcar su utilización del verbo suponer. En Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914) había afirmado algo similar “Tengo fuertes motivos para conjeturar que, tras eliminar todos los síntomas, Breuer debió descubrir la motivación sexual de la transferencia pero, habiéndosele escapado la naturaleza universal de este inesperado fenómeno, interrumpió en este punto su investigación, como sorprendido por un untoward event (suceso adverso)”. En 1925, Presentación autobiográfica, Freud insiste en que Breuer adivinó la etiología sexual de la enfermedad de Anna O., agregando luego una frase que se acerca a la versión que diera Jones en 1953: “Al fin atiné a interpretar rectamente ese caso y a reconstruir, basándome en algunos indicios que Breuer me había dado al comienzo, el desenlace de su tratamiento. Después que el trabajo catártico pareció finiquitado, sobrevino de pronto a la muchacha un estado de amor de transferencia, que él omitió vincular a su enfermedad, por lo cual se apartó de ella estupefacto”. En la carta que el 2 de junio de 1932 le escribe a Stephan Zweig - no sólo uno de sus biógrafos sino también, según Peter Gay, uno de sus más apasionados defensores - nos encontramos con un Freud que, abandonando toda reserva, relata este recuerdo: “Lo que realmente sucedió con la paciente de Breuer lo pude adivinar más tarde, mucho después de la ruptura de nuestras relaciones, cuando de pronto recordé algo que Breuer me había dicho en otro contexto, antes de que empezáramos a colaborar y que nunca repitió . Al anochecer de aquel día en que habían desaparecido todos los síntomas de ella, lo mandaron llamar para que viera de nuevo a la paciente; la encontró confundida y retorciéndose con calambres abdominales. Cuando le preguntó qué le pasaba, ella le respondió: “ ¡Va a nacer el niño del Doctor B.!” Presa del horror, huyó y dejó a la paciente con un colega. Durante los meses que siguieron, ella permaneció en un sanatorio luchando por recuperar su salud.”. En ese momento, agrega Freud, Breuer tuvo en sus manos “la llave que hubiera abierto las puertas a las Madres, pero la dejó caer”.
Sea o no cierta la versión de que el tratamiento de Anna fue interrumpido por Breuer ante el fuerte impacto de un falso parto histérico, no hay lugar a dudas de que Lucy Freeman da en la tecla cuando dice que Anna había esperado a Breuer y que él, a su vez, había esperado a Anna. “Ella consentía en revelar los dolorosos secretos de su alma y él era capaz de escucharlos, de ser el primer médico que actuaba de ese modo”. Sandor Ferenczi aportó una reflexión similar: “El tratamiento catártico de la histeria, precursor del psicoanálisis, fue el descubrimiento común de una paciente genial y de un médico de espíritu amplio”. Por eso, el doctor Breuer lo descifró enseguida. El mutismo de Anna se había originado en una afrenta. Algo había sido muy mortificante, pero ella no quería, tal vez no podía, hablar sobre el tema. Cuando Breuer le comunicó a su paciente esta reflexión, invitándola a abandonar el silencio, Anna habló, pero en inglés, aunque sin darse cuenta que usaba ese idioma. Así fue que esa joven hermosa e inteligente bautizó al método terapéutico con el muy acertado término de talking cure (curar por la palabra) y con otro más humorístico pero no menos adecuado: chimney sweeping (limpieza de chimenea). Por su parte, Breuer - junto con Freud - denominó catártico al método usado en el tratamiento con Anna O. El tema de la catarsis era sensación en los salones elegantes de Viena. Jacob Bernard (tío de la esposa de Freud) había publicado un libro sobre las ideas de Aristóteles acerca de esa cuestión. Es probable que Bertha lo hubiera leído. No sería de extrañar - reflexiona Henri Ellenberger - que una joven inteligente de la alta sociedad vienesa adoptara la catarsis como divisa para una cura autodirigida. La palabra procede del griego y significa purificación, purga. Aristóteles designaba con este término el efecto que la tragedia producía sobre el espectador. Breuer y Freud, por su parte, se proponían, a través del método catártico, llegar a la descarga de afectos que, por haber sido reprimidos, silenciados, producían efectos patógenos.
EN LA TORRE DE BABEL
Cuando su padre, al que amaba con pasión, enfermó, Anna se dedicó por entero a cuidarlo. A los pocos meses, ella evidenció síntomas que fueron atribuidos a un estado de debilidad. Manifestó anemia, asco por los alimentos y una tos muy intensa, al extremo que debieron alejarla del cuidado del enfermo. Cuando Breuer la examinó, supo que la tos era nerviosa, que no existía ningún fundamento orgánico. Anna tenía una imperiosa necesidad de descansar en las horas de la siesta, mientras que al atardecer la invadía un estado de adormecimiento y gran inquietud. Las contracturas vinieron luego, sumándose a una profunda desorganización funcional del lenguaje. Al principio le faltaron las palabras; luego perdió la gramática y la sintaxis, no pudiendo conjugar los verbos. Más adelante, después de buscar trabajosa e infructuosamente una palabra en el alemán, la encontraba en uno de los cinco idiomas que conocía y ni aún así se expresaba claramente. Debido a las fuertes contracturas de sus miembros, perdió la posibilidad de escribir y durante dos semanas la invadió un absoluto mutismo. Al principio, hablaba en inglés, aunque sin tener conciencia que lo hacía. Luego, al empezar a sentirse mejor, se comunicaba en italiano o francés. Si la angustia se intensificaba, volvía el mutismo o hablaba, desde su Babel propia, con una mezcla de palabras de diferentes idiomas, siempre comprendiendo a quienes hablaran alemán. Este era su idioma paterno. Más aún, y como dice Irene Teichner, “un idioma externo al padre mismo”, la lengua usada en Austria. En realidad, para los judíos europeos el yiddisch era la lengua materna. Sin embargo, Anna salió del mutismo con el inglés, aprendido, según Breuer, de una gobernanta inglesa. A esto se le suma que su hermana Henrietta, de pequeña, le entonaba canciones en ese mismo idioma. Sin duda fue por esto que Anna adoptó el inglés como propio transformándolo en una especie de idioma materno, para no valerse de aquellos otros idiomas asociados al avasallamiento de su libertad.
Varios momentos marcan la ruta que Anna transitó a través de sus conflictos y logros con el lenguaje. El primero cuando, enajenada, repetía la palabra del otro. Después, cuando hizo silencio, como si a través de su mutismo se rebelara contra esa repetición. En un tercer momento, aparece la Babel. De este modo Anna expresa que, como su hermano - al que, como veremos, se le dieron otras oportunidades - necesita aprender y conocer, desplegando sus potencialidades. Por fin un cuarto momento, ése en el que se adueña de su propia palabra. La mayoría de los autores que escribieron sobre Anna O. se refieren a estos últimos dos momentos como los de la enfermedad. Creemos, sin embargo, que si Anna alguna vez estuvo enferma fue cuando repetía la palabra y el deseo del otro. Al respecto, y como dice Saurí, no toda enajenación es patológica, porque no todo salir de sí supone estar trastornado. Este autor diferencia la conmoción, perturbatio, de la alteración enferma, afirmando que la primera es necesaria para el proceso de personalización. (Individuación sería una palabra más adecuada, ya que personalidad alude a persona = máscara). Entonces, fue para encontrar su propia voz que Bertha Pappenheim tuvo que atravesar una profunda crisis.

EL TEATRO PRIVADO
En La historia interminable, el escritor Michael Ende relata que el héroe, un doble de Bastian, niño protagonista de la novela, tiene que vencer muchos obstáculos para, al fin, poder salvar de la desaparición al Reino de Fantasía. Bruno Bettelheim aporta una reflexión en el mismo sentido : para preservar su salud mental el niño necesita desplegar su riqueza imaginativa. Pero no sólo el niño, también el adolescente y el adulto suelen tener la misma necesidad. De allí que Anna se refugiara en su teatro privado. En los primeros párrafos de su historial, Breuer relata: “Esta muchacha de desbordante vitalidad espiritual, llevaba una vida en extremo monótona, y es probable que el modo en que ella se la embellecía resultara decisivo para la enfermedad. Cultivaba sistemáticamente el soñar diurno, al que llamaba su teatro privado. Mientras todos la creían presente, revivía en su espíritu unos cuentos; si la llamaban estaba siempre alerta, de suerte que nadie sospechaba aquello. Esta actividad transcurría junto a los quehaceres hogareños, que ella cumplía de manera intachable”. Era, dice Breuer, la ensoñación habitual de una muchacha sana.
Antes de enfermar, Anna permanecía muchas noches en vela cuidando a su padre. Otras veces, se quedaba en su cama, pero sin poder dormir, angustiada y al acecho. Durante la siesta, se recostaba para descansar. Hoy sabemos que, como los sueños son un reducto para la salud mental, si el dormir y el soñar quedan impedidos, las consecuencias son nocivas para el psiquismo. Un método fácil y común de tortura es despertar reiteradamente al durmiente para enloquecerlo. Así, y parafraseando a Michael Ende, el mundo de Fantasía queda en peligro. Freud se refiere con frecuencia, en sus historiales, a las dolencias que sufre quien cuida a un enfermo.
Luego de muerto el padre, hubo un recrudecimiento en la sintomatología de Anna, coincidiendo con la época en que Breuer se ausentara por algunos días. Entraba en un estado hipnótico al que ella misma había bautizado clouds (nubes). En este estado repetía una y otra vez martirizar, martirizar hasta que, si alguien la interrumpía, comenzaba a relatar alguna historia. Al principio lo hacía hablando en su babélico dialecto, para avanzar paulatinamente hacia un correctísimo alemán. Las historias eran muy lindas, pero siempre tristes, del estilo de Bilderbuch ohne Bilder (El libro de láminas sin láminas), de Andersen. En este libro, y a la manera de un test proyectivo, uno de los personajes pega ilustraciones en las hojas blancas de un cuaderno mientras ensambla, a través del relato, una historia. Anna, después de hacer su propio relato, despertaba aliviada. Como Bastian, había conseguido salvar a Fantasía. Paulatinamente, las historias de la joven se fueron haciendo cada vez más trágicas. Perdieron el carácter de una creación poética más o menos libre y se trocaron en alucinaciones terroríficas. ¿La enfermedad invadía el escenario del teatro privado?

EL MANICOMIO
Anna sufrió dos internaciones. La primera, decidida y relatada por el mismo Breuer, fue en junio de 1881. La segunda, en julio de 1882, un mes después que él diera por finalizado el tratamiento. Los antecedentes de la primera son particularmente significativos. Según Breuer, la muerte del padre, ocurrida el 5 de abril de 1881 fue, para Anna, “el más grave trauma psíquico que pudiera afectarla”. Unos días antes ella dejó la cama, pero al morir su padre los síntomas no sólo regresaron sino que se acrecentaron, surgiendo, además, otros nuevos: estrabismo, dolores de cabeza, perturbaciones visuales, contracturas y anestesia de los miembros superiores e inferiores, que empezaron del lado derecho para luego extenderse al izquierdo. Anna dejó de reconocer a las personas que la rodeaban, parecían figuras de cera. Sólo identifica a Breuer. También se niega a comer, excepto si es él quien la alimenta. Ya no comprende el alemán y sólo puede comunicarse en inglés, aunque lee perfectamente francés e italiano, aprendidos en la escuela católica a la que concurrió durante su infancia, cuando se sabía con derecho a pensar. Según Breuer, hasta la muerte del padre el tratamiento se venía realizando en una permanente evolución, pero luego Anna abandona sus progresos. O, por lo menos, eso es lo que pensó su terapeuta, ya que, entre otras cosas, fue también luego de muerto el padre que ella empezó nuevamente a escribir. No se sabe si por decisión de Joseph Breuer o de la familia de su paciente, se llamó en consulta al psiquiatra Krafft-Ebing. “Ella lo ignoró absolutamente, como a todos los extraños, mientras yo le mostraba a mi colega todas sus rarezas. El médico extraño procuraba meter baza, hacérsele notable; en vano”, relata Breuer. Anna parecía no verlo, mientras le decía a su terapeuta, riendo, that's like an examination (es como un examen). Krafft-Ebing, en nuestra opinión irritado y resentido por pasar desapercibido, sopló humo de su cigarro en el rostro de Anna, con lo que provocó que la joven se desmayara angustiada. Por otra parte, con este acto él no sólo logró hacerse ver, sino también odiar. No se conocen ni el diagnóstico de Krafft-Ebing ni sus indicaciones de tratamiento. (¿Habrá sugerido internación?). Pocos días después, Breuer partió de viaje. Cuando regresó, su paciente había empeorado. El no pudo conectar el agravamiento de Anna con su viaje. No terminaba de entender que tanto la talking cure como los síntomas eran para ella no sólo la posibilidad de expresarse sino también de que él descifrara los significados. Como Anna sentía intensos impulsos suicidas - peligrosos en tanto vivía en un tercer piso - Breuer decidió, sin el consentimiento de ella, trasladarla a una casa de campo ubicada en las cercanías de Viena. Aunque Jones afirme que se trataba de una casa de salud ubicada en Gross Enzersdorf, los testimonios de Ellerberger nos indican que nunca existió una casa de tales características en ese lugar. Se trataba en realidad de una casa de salud situada en Insersdorf, propiedad de los doctores en psiquiatría Fries y Breslauer, ya cerrada cuando Ellenberger realizó su rastreo. En Insersdorf había dos lugares de internación, ambos propiedad de Fries y Breslauer; uno era el sanatorio y, cerca de éste, la que llamaban casa de campo. Allí fue internada Anna. Los archivos médicos de esa casa habrían sido remitidos al Hospital Psiquiátrico de Viena; sin embargo, ningún expediente sobre Bertha Pappenheim pudo ser encontrado.
Internar durante todo ese tiempo, del 7 de junio de 1881 a noviembre del mismo año, a Anna en ese manicomio disfrazado de casa de campo, fue un real abandono de Breuer hacia su paciente, aunque la visitara con frecuencia. Según él, “yo nunca la había amenazado con este alejamiento que le resultaba aborrecible, pero ella lo esperaba y temía en silencio”. Si es cierto que Anna temía esa internación, podemos deducir que sabía muy bien lo que le pasaba a las muchachas como ella: primero se las amenazaba y luego eran internadas en los manicomios con el diagnóstico de histeria o de “insania moral”, término inventado en 1835 por el psiquiatra británico James Coles Prichard.. No tenemos certeza que Breuer o Krafft- Ebing aplicaran a Bertha Pappenheim este último diagnóstico, pero sí sabemos de muchas mujeres que, por no ceñirse a los cánones que se esperaban de ellas, fueron catalogadas de insanas morales, Aunque este término era similar al de insania a secas, se utilizaba para diagnosticar a personas, en su mayoría mujeres, que no alucinaban ni deliraban. Para Krafft-Ebing (citado por Malfatti y Salvati) esta locura lúcida no constituye una forma especial de enfermedad mental, sino un proceso particular de degeneración en el dominio psíquico, proceso que hiere al núcleo más íntimo de su personalidad y a sus más importantes elementos, desde el punto de vista sentimental, ético y moral. Por vivir de manera inadecuada, distinta de lo esperado, las mujeres así diagnosticadas necesitaban ayuda psicoterapéutica y, a veces, internación. En una carta que Freud le dirige el 13 de julio de 1883 a Martha Bernays - por entonces aún su prometida - le relata parte de un diálogo con Breuer sucedido en una calurosa noche de verano de ese mismo año: “Sostuvimos una larga conversación médica acerca de la locura moral, las enfermedades nerviosas y los casos clínicos extraños de algunos pacientes; hablamos de tu amiga Bertha Pappenheim”. Si en esa “conversación médica” primero se habló de locura moral para pasar enseguida al caso Bertha, la asociación de ideas nos confirma que Breuer y Freud le aplicaron a ella ese diagnóstico. Anna, por su parte, al tener ideales sólo permitidos para los hombres y una mente brillante y lúcida, sabía que corría el riesgo de ser internada en un manicomio.
Durante los primeros tres días transcurridos en Insersdorf, la joven no durmió ni comió mientras continuaba repitiendo los intentos de suicidio. La talking cure era mechada con el tratamiento con cloral (un somnífero usado por los psiquiatras de la época). El abandono se hizo más evidente cuando, en el marco de esa internación, Breuer volvió a viajar, esta vez por unas vacaciones de varias semanas. Así, se repetían para Anna las vivencias de abandono por parte del padre. Mientras, Breuer parecía ignorar la existencia de la transferencia, un fenómeno fundamental en el vínculo terapéutico. Aunque, según el historial, Anna estableciera una buena relación con el Dr. B. (seguramente una alusión a Breslauer), no había talking cure con él. En ausencia de Breuer, sólo quedaba el cloral. La dormían para que no hablara.
Cuando Breuer regresó de sus vacaciones, encontró a su paciente “desidiosa, lunática, indócil, hasta maligna”. A través del historial vemos como él, paulatinamente, va tomando cada vez más distancia de Anna, quien ya no parece ser aquella joven brillante, de “entendimiento tajante y crítico” sino una mujer rebelde, mala y loca, que merece la internación. Por otra parte, relata Breuer, la imaginación de Anna se había ido agotando, aunque, cuando él decide trasladarla a la ciudad por una semana, su paciente vuelve a contarle historias.
En el otoño de 1881 Anna es retirada definitivamente del manicomio de Insersdorf y regresa a Viena. Su médico le aplica otra vez el método catártico, volviendo a confirmar que los síntomas ceden a medida que ella puede ir relatándole recuerdos. El tratamiento termina en junio de 1882. Según Breuer, Anna se había fijado esa fecha, que coincidía con el primer aniversario de su internación. “Dejó entonces Viena para efectuar un viaje, pero hizo falta más tiempo todavía para que recuperara por completo su equilibrio psíquico. A partir de ese momento gozó de una salud perfecta”, relata Breuer en el historial, sin hacer ninguna alusión a la segunda internación, de la que tenemos noticia a través de los rastreos de Ellenberger y Masson.
Desde el 12 de julio - mes siguiente al que, supuestamente, fuera dada de alta - al 29 de octubre de 1882, Anna estuvo internada en el Sanatorio Bellevue, ubicado en Kreuzlingen, una pequeña ciudad suiza junto al lago Constanza. Ellenberger consiguió los datos a través del doctor Wolfgang Binswanger, director del Sanatorio durante la época en que fue realizada la investigación. En el expediente había dos informes, uno, escrito en 1882, cuyo autor es indudablemente Breuer, y otro escrito por uno de los médicos del Sanatorio. Aunque en el primero no aparece el nombre de Breuer, no hay dudas que el autor es él, ya que hay frases casi idénticas al historial de los Estudios sobre la histeria. En esta ocasión, Anna O. aparece con su verdadera identidad: Bertha Pappenheim.
El informe de 1882 aclara por qué, para Bertha, fue tan traumática la muerte del padre. Durante los dos meses anteriores, no sólo le habían ocultado la seriedad del cuadro sino que además le habían mentido al respecto, mientras le prohibían que lo viera. Recién volvió a ver a su padre el 5 de abril, cuando ya había muerto. La situación fue un verdadero shock traumático y, como consecuencia, la fue invadiendo una triste insensibilidad. Era por eso que los seres humanos se le volvían figuras de cera. Para poder reconocer a alguien tenía que llevar a cabo un recognizing work (trabajo de reconocimiento). A la única persona que identificaba era a Breuer. En cambio, su actitud hacia su hermano - al que Breuer no nombra ni una sola vez en el historial - y hacia su madre, era negativa. Como en ese juego de espejos que posibilita que el hijo se reconozca a sí mismo en tanto la madre lo mire y lo reconozca a él, también a Anna le pasaba algo similar con Breuer. Mientras él la tomara en cuenta, ella podía volver a tomar contacto consigo misma y, como en devolución, solamente reconocerlo a él. (Reconocer, tal vez, en su doble sentido: conocimiento y agradecimiento).
El informe concluye con esta enigmática frase: “Después de la terminación de las series gran mejoría”. En ninguna parte se menciona el embarazo histérico ni la palabra catarsis. Sí la talking cure. Tampoco en el historial Breuer menciona explícitamente el método catártico, con lo que queda confirmado el hecho de que Anna, mientras se sentía escuchada, y Breuer, escuchándola, inventaron la talking cure. Lo que hicieron Breuer y Freud fue traducir la así llamada cura de conversación realizada en los años ochenta con Anna por la catarsis que se impuso como término en los noventa.
El informe de Breuer se continúa con otro, escrito por uno de los médicos del Sanatorio Bellevue y que tiene por título Evolución de la enfermedad durante la estadía en Bellevue, del 12 de julio de 1882 al 29 de octubre de 1882. Allí hay una larga enumeración de los medicamentos que se le suministraban a Anna por una neuralgia facial grave, exacerbada durante los seis meses precedentes a esta internación. También se le habían administrado durante ese tiempo, es decir mientras aún estaba en atención con Breuer, no sólo grandes dosis de cloral sino también morfina. Al entrar al Sanatorio se le disminuyó la morfina, pero los dolores eran tan intensos que a veces se le volvía a aumentar la dosis. Cuando salió de Bellevue seguía con esa droga.
La observación del Sanatorio menciona los rasgos histéricos de la enferma, su desagradable irritación contra su familia, sus juicios denigrantes sobre la ineficacia de la ciencia con respecto a sus sufrimientos y su incomprensión en cuanto a la gravedad de su estado. Anna se había transformado, según sus médicos, en el prototipo de la insana moral. Sin embargo, sus protestas muestran la verdad: ella nunca perdió su lucidez ni la valentía para denunciar la iatrogenia de la que era víctima. Estaba internada en un lugar en donde los pacientes perdían su historia y, por ende, la identidad.
En el segundo informe del Sanatorio Bellevue acerca de la señorita Pappenheim se relata que ella pasaba horas enteras al lado del retrato de su padre y hablaba - con ese babélico idioma que la caracterizaba - de ir a visitar la tumba en Pressburg. Mientras, el traductor, Joseph Breuer, brillaba por su ausencia. Por el informe no se conoce a dónde fue Bertha al dejar Bellevue. Es evidente que, cuando Breuer escribe su historial de 1895, omite toda la última parte del tratamiento y hasta tal vez falte a la verdad cuando concluye su relato diciendo que su paciente fue dada de alta. En realidad, volvieron a internarla varias veces. Como secuela de alguna de esas internaciones contrajo una adicción a la morfina, esa droga que le prescribiera su propio médico. No es la primera vez que se fuerza un historial para justificar teorías no siempre científicas.

DISOCIACIÓN DE LA PERSONALIDAD
La paciente oscilaba, dice Breuer, entre dos estados de conciencia separados. Desde uno, conocía lo que la rodeaba, estaba angustiada y triste, pero normal. Desde el otro, tenía alucinaciones, se portaba mal, es decir insultaba, le tiraba almohadas a la gente, arrancaba botones de su ropa de cama. Breuer percibe que la conducta rebelde de Anna surge solamente cuando las contracturas y la anestesia de los dedos se lo permiten. Nos preguntamos si, al sentirse ella obligada a la pasividad y la quietud, no serían las contracturas y la anestesia un signo de sometimiento. Así es que se transformaba en una joven normal, sumisa. En cambio, cuando se portaba mal dejaba de someterse. Era cuando se quejaba de que se la descuidaba, de que se la volvía loca. De un momento a otro pasaba de una fugaz alegría a una enorme angustia. Se oponía a las órdenes, mientras decía tener terroríficas alucinaciones con serpientes negras. Pero se tranquilizaba a sí misma diciéndose que era su cabello o las cintas, y que no debía ser tonta creyendo en esas serpientes. “En momentos de claridad total, se quejaba de las profundas tinieblas que invadían su cabeza, de que no podía pensar, se volvía ciega y sorda, tenía dos yoes, el suyo real y uno malo que la constreñía a un comportamiento díscolo”, relata Breuer. Entre esos dos estados de conciencia - los dos yoes que ella decía tener - se confrontaban deseos y prohibiciones.
Sin embargo, no sólo Anna, también Breuer parece estar dividido en dos. Al leerlo, vemos que él parece tener todo claro, porque es así, con claridad, que hace su relato. Pero después no une en una interpretación integrada todo aquello que había percibido y reflexionado. Es en este sentido que también con Breuer se hace necesario juntar elementos que él aporta de manera disgregada.
Si Anna tiene “una inteligencia sobresaliente, un poder de combinación asombrosamente agudo e intuición penetrante” y esa inteligencia no había recibido el “sólido alimento espiritual que requería”, ya que no había concurrido más a la escuela, se pueden entender la anorexia y el asco por los alimentos como una negativa a ingerir comida que alimentaba su cuerpo pero no su alma. Nuestra hipótesis puede parecer simplista pero no por ello menos cierta. Los síntomas de debilidad y anemia denuncian una carencia psíquica. Bertha Pappenheim corrobora esta hipótesis cuando, años después y refiriéndose a su actitud ante la palabra escrita, dice: Tengo un incurable respeto por todo el conocimiento del que yo misma carezco, y creo, precisamente, que mi ignorancia y mi falta de educación me hacen sentir temor al enfrentar un libro. Por otro lado, también creo que lo que yo he llegado a ser o no, puede deberse a esta alimentación espiritual defectuosa, estoy casi tentada de decir a esta inanición.
Por otra parte, el hecho de que Anna enferme en el preciso momento en que lo hace su padre, puede ser decodificado como una negativa a seguir siendo su enfermera. Un destino bastante frecuente para las mujeres. Si en la histeria de conversión las ideas y los afectos se expresan en el cuerpo, podemos leer estos síntomas de Anna como la denuncia de que el padre le había absorbido todas las energías y que ella, entonces, no podía darle más. Tampoco deseaba reponerlas, ya que eso significaba seguir siendo succionada por un progenitor que, al necesitarla, se transformaba en una especie de Drácula. Pero no siempre había sido así. Al respecto, es acertada la reflexión de Lydia Pinkus cuando, en su libro Ser vienesa en tiempos de Freud, dice que los padres de las histéricas les habrían dado a las hijas, al principio de sus vidas, estímulo y sostén para sus inquietudes. Luego, al dejar de ser niñas, como ellas no se ajustaban al modelo de mujer imperante en la sociedad, frustraban lo que ellos mismos habían estimulado y frenaban toda autonomía, aptitud considerada masculina. La descripción de Breuer evidencia la imagen que él tiene de Anna. La alta estima en que la tenía debe haber sido un elemento importante en la cura. Durante muchos momentos, en lugar de impulsarla a continuar con sus deberes de mujer, escuchaba sus síntomas y valoraba sus cualidades. Hasta, de alguna manera, percibiendo las razones de la enfermedad. Mientras hacía esto, continuaba cumpliendo, en la vida de Anna, el rol que el padre había abandonado. La compleja personalidad de ella también se ponía en evidencia a través de lo que le sucedía con los estados hipnóticos, sus clouds. Cuando, al atardecer, llegaba Breuer a su casa, ella le relataba, en una profunda hipnosis, las alucinaciones que había tenido durante el día. Luego despertaba tranquila, con la mente clara, y se dedicaba a dibujar o a escribir, con pleno uso de razón. Así, era llamativa la oposición, relata Breuer, entre una enferma diurna enajenada, asediada por las alucinaciones, y la muchacha con plena claridad espiritual por las noches. Al final del historial, Breuer nos aporta elementos que aclaran aún más por qué decidió internarla en el manicomio. Insiste en que, durante todo el proceso de la enfermedad, coexistieron uno junto a otro los dos estados de conciencia. Uno primario, en el cual la paciente es normal psíquicamente y un estado segundo que Breuer compara con el sueño: por la riqueza de fantasías y alucinaciones, por las grandes lagunas que presentaba su recuerdo y por el hecho de que sus ocurrencias carecían de inhibición y de control. En este estado segundo la paciente era alienada. Se trataba de una variedad de psicosis histérica.
Insana, psicótica, alienada, enferma mental: loca. Esta es una serie de calificativos. Hay otra: mala, díscola, terca, turbulenta. Mientras es Anna misma la que bautiza a su yo como díscolo, Breuer opina que éste influencia sobre su habitus moral (¿provocando, tal vez, la insania?). Según Breuer, Anna tiene dos personalidades. Como veremos, del prestigiado médico vienés se puede decir lo mismo.

LAS DOS CARAS DE BREUER
Joseph Breuer es descripto como un hombre modesto, juicioso, equilibrado, de espíritu investigador e intuitivo. Una de sus nietas contaba que los enfermos de su abuelo solían decir que era suficiente verlo para empezar a sentirse mejor. Luego de retirarse de su profesión, continuó atendiendo a pacientes sin recursos. Este rasgo compasivo también se puso en evidencia cuando trató a Anna. Pero el probable diagnóstico de "insania moral" y las internaciones, deben atribuirse a la otra personalidad de Breuer, aquella que, cautivada por la mentalidad autoritaria y misógina de su época, le hizo abandonar toda compasión.
Cuando leemos el historial clínico y la fundamentación teórica que Breuer elabora acerca de Anna, vemos que, en el primer caso, prepondera una postura romántica, con la que se pone en evidencia un Breuer que no solamente se preocupa por la única e irrepetible interioridad de su paciente sino que también se atreve a asomar a los secretos del inconsciente. Al desarrollar la teoría, en cambio, su postura es fundamentalmente positivista. Dos facetas de una antítesis que al parecer nunca pudo superar, reflexionan Bedó y García Rouco. En el interior de Breuer tironeaban las dos tendencias psiquiátricas prevalecientes en el siglo XIX, que en Alemania fueron denominadas la del Somatiker y la del Psychiker. La primera, organicista, atribuía las enfermedades mentales a causas físicas; la segunda, madre de la psicoterapia, enfatizaba las causas anímicas. Estas dos tendencias se habían originado en la puja entre la psiquiatría dinámica, surgida con Mesmer, y aquella otra que los magnetizadores bautizaran como psiquiatría oficial. Era la reconocida por el Estado, la que se enseñaba en las Facultades y se publicaba en los textos académicos. En el tratamiento con Anna, Breuer utiliza la hipnosis, nombre con el que James Braid había re-bautizado al desprestigiado “magnetismo animal” mesmeriano y que hoy consideraríamos una terapia alternativa.
No podemos dejar de pensar, además, que Breuer fue judío, hecho que imprime, en lo que atañe a la mujer, otro matiz contradictorio en su personalidad. Varios autores han señalado los vínculos entre judaísmo, psicoanálisis y mujer. El psicoanálisis, reflexiona Veggetti Finzi, “nace del encuentro de dos figuras marginales: la mujer y el judío, ambos excluidos, desde hace siglos, del ámbito de la representación política y social”. A pesar de este rasgo común, la religión judía margina a la mujer. Y si bien Breuer adoptó una postura liberal, suponemos que no pudo tomar distancia de la misoginia que oscurece al judaísmo.

DE TRANSFERENCIAS CRUZADAS
En el caso de Anna O., nadie pudo huir de la transferencia. Ni Bertha Pappenheim, ni Joseph Breuer, ni Sigmund Freud, ni Martha Bernays, ni Mathilde Breuer, ni Breslauer, ni tantos otros. Tampoco podrán huir los que en el futuro descubran a esta apasionante paciente. Sabemos que fue Freud quien detectó y teorizó el fenómeno de la transferencia a partir de lo ocurrido con su paciente Dora. Es por eso que, con acierto, supuso que fue por ese suceso adverso que Breuer derivó a Anna. Pero, como también aprendimos de Freud, la transferencia no siempre es erótica, también puede ser tierna, como en el caso de Anna con Breuer. Por sus características, él era para ella un perfecto sustituto del padre. Cuando éste muere, la realidad de esa muerte conmueve y atempera transitoriamente el vínculo transferencial de Anna con Breuer. Él no comprendió, creyendo que, en lugar de un avatar, se trataba de un empeoramiento de la cura. Si hubiera podido continuar siendo “paciente” con Anna, ella hubiera seguido mejorando. En lugar de eso, Breuer, confundido, la medica y la interna. Ella dejó de ser escuchada para pasar a ser silenciada. Una vez más era abandonada por un padre.
La historia personal de Joseph Breuer, la época en la que le tocó vivir y su pertenencia a la comunidad judía, marcaron el sello de un ambivalente y profuso vínculo con Bertha Pappenheim, vínculo que sin duda contenía también algo de transferencia. Según su propio relato, Leopold Breuer, su padre, designado por la comunidad judía de Viena para enseñar religión, en 1840 se casó “con una bella joven, mi madre, de la cual no me acuerdo, ya que murió al nacer su segundo hijo, mi hermano, 'en la flor de su juventud y su belleza', tal como puede leerse en su tumba”. La abuela materna, haciéndose cargo de sus dos pequeños nietos, fue a vivir con ellos y con su yerno. Joseph tenía solamente tres años de edad cuando murió Bertha Semler de Breuer. Por el simple hecho de que su paciente llevara el mismo nombre que su madre, la transferencia de él hacia ella debe haber sido muy intensa. Asimismo, Bertha se llamaba no sólo la mujer que lo había traído al mundo, abandonándolo para siempre siendo muy pequeño, sino también su hija mayor, que tenía 10 años en la época del tratamiento de Anna. A Breuer, como bien señala Freud, la llave de la transferencia se le cayó de las manos. Por eso no pudo comprender a su propio corazón y tampoco al de Bertha.
En cuanto a Freud, también él tenía un vínculo con Bertha, o, tal vez, sería más adecuado decir con la paciente de Breuer, de la cual tanto supo a través de él. En sus escritos y en su correspondencia, Freud hace múltiples referencias a Anna O. (De algunas de ellas dimos cuenta al principio de este ensayo). Así también, en la XVIII Conferencia de Introducción al psicoanálisis (1916-1917) dice que la paciente de Breuer “a pesar de su restablecimiento, en cierto aspecto permaneció segregada de la vida; quedó, por cierto, sana y capaz de rendimiento pero se apartó del destino normal de la mujer”. Freud se refiere a que Bertha no se casó.
En su libro Seducciones del psicoanálisis John Forrester transcribe una carta inédita que el 13 de octubre de 1883 Freud le envía a Martha
Me relató esto un colega, el asistente del director médico, quien es muy conocido allí y a veces sustituye al doctor Breslauer. Está encantado con la joven por su apariencia provocativa a pesar de su cabello gris, por su ingenio y su inteligencia. Creo que si como psiquiatra no supiera cuán pesada puede ser la inclinación hacia la enfermedad histérica, ya se hubiera enamorado de B. Pero, por favor, Marthita, sé muy discreta. Y guarda también discreción sobre lo que te voy a contar. Breuer también tiene muy buena opinión de ella y dejó de atenderla porque podía ser una amenaza para la felicidad de su matrimonio. Su pobre esposa no soportó que se dedicara exclusivamente a una mujer de quien obviamente hablaba con gran interés. No podía dejar de sentirse celosa de las demandas que otra mujer le hacía a su marido. No manifestaba sus celos de manera tormentosa o llena de odio, sino con un silencioso reconocimiento. Se enfermó y estuvo triste hasta que él lo notó y descubrió cuál era la razón. Naturalmente, esto fue suficiente para que él dejara de atender como médico a B.P. No vayas a contarle esto a nadie, Marthita.
El 2 de noviembre Martha Bernays responde
Muchas veces he querido preguntarte por qué Breuer dejó de atender a Bertha. Me imaginaba que las personas que no estaban al tanto se equivocaban al decir que dejó de atenderla porque se había dado cuenta de que no podía ayudarla. Es curioso que nadie más que su médico actual se haya acercado a la pobre Bertha. Ella, que cuando estaba sana hubiera podido volver loco al hombre más sensato. ¡Qué mala suerte tuvo esta joven! Te vas a reír de mí, mi amor, pero anoche casi no pude dormir pensando en que yo estuviera en lugar de Frau Mathilde.
Dos días después Martha recibe esta respuesta de su prometido
Mi adorado ángel, tenías razón en pensar que me iba a reír de ti, lo hice con mucho gusto. ¿De veras puedes pensar que alguien te va a disputar el derecho a tu amado o más adelante a tu esposo? ¡Claro que no! Él siempre será tuyo y tu único consuelo tendrá que ser que él no quiere que sea de otra manera. Para padecer como Frau Mathilde, habría que ser la esposa de Breuer ¿no crees?
Como bien observa Forrester, fue Martha Bernays quien, identificándose con su amiga Bertha, destacó la naturaleza impersonal del vínculo de Anna O con Breuer, vínculo que más tarde se bautizaría como de transferencia y contratransferencia - o transferencia recíproca.
No se sabe quién eligió para Bertha el seudónimo de Anna. Puede haber sido Breuer, pero también Freud ya que así se llamaba su hermana, dos años y medio menor que él, igual que Bertha. Nombre que también le daría Freud a su propia hija, nacida el 3 de diciembre de 1895.

ANNA O. ES BERTHA PAPPENHEIM
El aparente fenómeno de la disociación de la personalidad de Anna O. se nos complica aún más cuando nos encontramos con la fascinante biografía de Bertha Pappenheim. Nacida en Viena el 27 de febrero de 1859, en el seno de una vieja y respetable familia judía ortodoxa, había concurrido, sin embargo, desde pequeña y hasta los dieciséis años, a una escuela de monjas. Era común para las niñas de familias pudientes ese tipo de educación y, como no había escuelas para las mujeres judías (“¿para qué tienen ellas que estudiar?”) la única alternativa era una católica. Allí Bertha aprendió italiano y francés y perfeccionó el inglés, la lengua que más tarde utilizaría para comunicarse con Breuer. Acerca de su juventud casi nada se sabe. Pero sí de la de Anna O., a través del historial de los Estudios sobre la histeria.
Cuando volvió a ser Bertha Pappenheim y hasta el fin de sus días, desarrolló y concretó aquellas inquietudes e ideales que, aunque en Anna ya se perfilaban, al estar cautivos habían provocado la enfermedad. Liberar de la opresión a la mujer y al judío de la marginación, fueron su norte. Para ello se valió del feminismo como ideología, de la asistencia social como profesión y de la escritura en tanto recurso de expresión de sus ideas. Transformando sus síntomas en palabras, Bertha empezó a escribir cada vez con mayor frecuencia. En 1888 publica su primer libro, Cuentos cortos para niños, teñidos seguramente de la influencia de Andersen. En ese mismo año, abandona Viena para ir a vivir junto con su madre, que era alemana, a Frankfort-Sur-de Main. Fue precisamente en el pobre y desacreditado ghetto de esa ciudad, el Judengasse, que Bertha comenzó a desplegar su vocación de servicio, la del trabajo social.
En 1890 publicó una colección de historias, In der Trodelbude (En lo del vendedor de antigüedades). A través de estos relatos persiste, sin lugar a dudas, su necesidad de seguir visitando el Reino de Fantasía. Si en la época de su tratamiento con Breuer y con el seudónimo de Anna O. las historias eran relatadas oralmente, algunos años más tarde escribiría esos otros relatos publicándolos con el nombre autorizado de un varón. Por eso, y jugando con su verdadero nombre, eligió el seudónimo de Paul Berthol.
Su compromiso con el feminismo se pone en evidencia cuando, en 1899, traduce Reivindicación del derecho de las mujeres de la inglesa Mary Wellstonecraft, madre de Mary Schelley, la autora de Frankenstein. Este texto de 1792 fue uno de los grandes aportes al movimiento feminista, que adquiriría su verdadera fuerza y relevancia mundial a partir de 1850.
Por otra parte, motivada por conocer los orígenes de su familia, Bertha averiguó que Gluckel de Hamelm había sido una de sus antepasadas. De ella tradujo y publicó, junto con su hermano Wilhelm, las memorias. En esta publicación, hecha en una edición privada, ellos incluyeron, además, el árbol genealógico familiar. Es muy comprensible que Bertha se sintiera impactada por Gluckel. Nacida en Hamburgo en 1646 y casada desde muy joven con Chaim Hamelm, tuvo catorce hijos. Cuando él murió, Gluckel, además de tomar las riendas de las actividades comerciales y de los negocios del marido, se puso a escribir sus Memorias en yiddish, una forma de contarles a sus hijos cómo había sido su vida y de influir, positivamente, en sus conductas. Si su antepasada era un punto de referencia y un modelo de identificación para Bertha es porque Gluckel no sólo escribía - una práctica única entre las mujeres del siglo XVII - sino que, además, había sacado a su familia adelante sin necesidad de refugiarse compulsivamente en un segundo matrimonio.
En 1895, el mismo año de la publicación de los Estudios sobre la histeria, Bertha fue nombrada directora del orfelinato judío para niñas, el Judisches Madchenhaus. Allí invirtió toda su energía a fin de lograr que las pequeñas tuvieran una muy completa formación en geografía, historia, sensibilidad estética y tareas prácticas, incluyendo la de administración del hogar. Ya no había necesidad de que una niña judía concurriera a una escuela católica para estudiar, como había pasado con ella. Asimismo, convencida de que conocer ese oficio podía beneficiarlas, también puso una escuela de costura para las jóvenes judías de clases altas. Era famosa su afición por los encajes. Dedicaba todo el tiempo que podía a bordarlos, hasta tal punto que su colección fue donada, en su testamento, al Museo para Artes Aplicadas de Viena. Es habitual, como dice Tamara Kamenszain, comparar al texto escrito con un tejido, a la construcción de un relato con una costura, al modo de adjetivar un poema con la acción de bordar. Bertha también comparaba sus encajes con la vida misma: Estas maravillosas variedades de formas, cuyo único elemento es un cordón de hilo recto y fino. Si yo no fuera una enemiga de las comparaciones poéticas y si todas mis metáforas no fueran defectuosas, estaría tentada a decir que, de un material tan fino y genuino, nuestra vida podría también producir un entretejido entrelazando trazos justos y rectos, ya sea simples o complicados. Yo anhelo llevar ese tipo de vida y odio los dedos vulgares que destruyen los modelos hermosamente estructurados y quiebran y alteran sus hilos.
A Bertha le interesaba la vida. Por eso escribe sobre problemas sociales, quiere testimoniar, denunciar. En 1924 publica El trabajo de Sisifo, un conjunto de cartas de viaje escritas entre 1911 y 1912. Vale la pena acotar, al margen, que Sísifo - derivado del griego se-sophos (muy sabio) - fue rey de Corinto y padre de Ulises. Por burlarse de Zeus y de Thánatos fue condenado a cumplir, en el Hades, un castigo ejemplar: empujar, hacia la cumbre de un monte, una piedra gigantesca para luego dejarla caer por la otra ladera. Cuando estaba por llegar a la cima, la piedra, una y otra vez, volvía a caer. (En su libro La educación de los sentidos Peter Guy cuenta el caso de una anónima ama de casa que, en 1880, llevó un diario breve pero revelador, en el que, irónicamente, relata las monótonas e interminables tareas de la esclavitud doméstica, comparables, según el autor, a los trabajos de Sísifo. Dado que unos párrafos después menciona a Anna O., suponemos que Guy, muy acertadamente, había utilizado para calificar a las tareas de la anónima ama de casa, el nombre que Bertha le diera a su libro). Bertha aclara, en uno de los primeros párrafos de El trabajo de Sisifo, que publica este texto porque saber acerca de la injusticia y mantenerla en silencio, lo convierte a uno en cómplice. Allí, entre otras cosas, denuncia los problemas de las clases bajas judías y los de las prostitutas vienesas. Ellas, como las jóvenes judías de clases altas, también tenían cerrados los caminos del saber, La prostitución es un tema que conmueve a Bertha. Aunque los burdeles eran muy comunes en Viena, su existencia es negada. Las prostitutas no sabían leer ni escribir y no tenían ninguna oportunidad de ganarse la vida de otra manera que vendiendo sus cuerpos. Hoy encontré a Jolanthe, una de las más hermosas mujeres judías que jamás haya visto. Es una pena que tal orgullosa flor haya nacido para ese propósito. Puedo entender bien que un hombre pueda cometer un acto estúpido por una mujer como esa, pero no puedo entender cómo esta persona de veinte años ofrece a la venta su más hermosa y preciada posesión, su cuerpo. Entonces, ¿no tiene alma? En verdad, no sabe escribir ni leer, escribe Bertha luego de la visita a un burdel. Ella sabía muy bien que el analfabetismo es uno de los asesinos del alma.
Siempre en contacto con su judaísmo, en 1929 tradujo, desde el hebreo al alemán, Cuentos y leyendas del Talmud y del Midrasch. A partir de una detallada lectura de esa traducción, Irene Teichner nos llama la atención acerca del alemán utilizado por Bertha. Se trata del arcaico, una lengua coloquial tomada de las condiciones de vida campesina, en lugar del alemán moderno, que la autora empleó al escribir el prólogo. Además, varias palabras están traducidas del hebreo al yiddish y aclaradas luego entre paréntesis en alemán. Traducir implica traicionar, en tanto el traductor se encuentra tironeado por la necesidad de conciliar los recursos del idioma que va a utilizar y los empleados en el texto por traducir. Si Bertha traduce esos cuentos y leyendas del Talmud al alemán campesino y al yiddish - ambos lenguajes coloquiales - lo hace para poner estos textos al alcance de las mujeres. Su fidelidad es de género. La mujer, para la religión judía, tiene vedado el acceso a toda práctica religiosa. No se le recomienda el aprendizaje del hebreo e incluso, a veces, hasta se le prohibe. Quienes leen la Torá en las ceremonias son los varones. Ella y él ocupan lugares separados en el templo y en otros espacios públicos y privados, porque la mujer es siempre sospechosa de impureza. Por otra parte, cuando, como uno de sus síntomas, Bertha ignora el alemán, sustituyéndolo por el inglés -un idioma muy conocido por su interlocutor, Joseph Breuer - lo hace sólo para salir del mutismo. Pero cuando ella traduce los cuentos del Talmud y la biografía de Gluckel de Hamelm, lo que hace es recurrir a una de las ricas posibilidades que la da su multilengüismo. Quien, como en el caso de Bertha, internaliza profunda y comprometidamente un idioma no sólo lo habla sino que además piensa, percibe, organiza la realidad y sueña en base a él. Esto es válido también en el caso de que se posea un segundo y, tal vez, hasta un tercer, idioma. En consecuencia, podemos suponer que el preconsciente de Bertha estaba estructurado sobre la base de un doble o un triple discurso, que contenía las características propias de cada lengua. A esto se le suma un hecho señalado por Aptekmann y Rogers: la inserción social de Bertha y sus particularidades estilísticas eran dobles. Su especial estilo no provenía de su enfermedad sino de su buen tino como transmisora de los valores culturales de una particular comunidad judía alemana que vivía sometida a una doble legalidad: la externa alemana y la interna judía. Pero Bertha, además de ser judía y vienesa, era mujer. Al elegir el inglés para expresar ante Breuer sus más intensos y comprometidos afectos transformándolo, así, en habla o lenguaje coloquial, estableció una transgresión en relación con la lengua de sus orígenes así como una puesta a distancia con la lengua hablada en Viena, el alemán. Esta distancia, sin embargo, la acercó a ella misma, a este su ser mujer oprimida en un ambiente de varones. Bertha, anglo -- parlante, desea hacer pasar un solo mensaje, el suyo propio, reflexiona Yolande Tisseron. Y Breuer, por un tiempo, la escuchó.


¡QUÉ PENA!
Bertha Pappenheim encontró la manera de hacerse escuchar más allá del fin de sus días. Dos años antes de morir, había compuesto cinco necrológicas para distintos medios periodísticos en las que mencionaba, lúcidamente, las múltiples y, a veces, controvertidas facetas de su vida. Como los surrealistas, en un acto de humor e ironía hizo sus propios epitafios.
Para el Noticias de la familia, escribió:
Era una mujer que luchó por décadas, obcecadamente, por sus ideas. Ideas de su tiempo. Pero lo hizo de un modo y con un sentido que trataba de anticipar desarrollos que no eran del gusto de todo el mundo. ¡Qué pena!.
Para el Israelit, una publicación judía ortodoxa, escribió:
Era, por descendencia y entrenamiento, una mujer ortodoxa. Se creía separada de sus raíces - obviamente bajo la influencia feminista revolucionaria. A menudo era hostil, pero no desafió sus orígenes. Con esa descendencia debiera haber hecho más por la ortodoxia - recordemos que su padre fue el fundador del Schiffschul de Viena. ¡Qué pena!
Para el diario C.B., una publicación germana - judía patriótica, escribió:
Una mujer verdaderamente dotada, debido tanto a la esencia judía como a la civilización germánica; sin embargo, permaneció fuera de nuestras filas porque rechazó severamente las ideas que no le gustaban. ¡ Qué pena!
La cuarta necrológica la escribió para una publicación sionista, La Revista Judía:
Una vieja y activa enemiga de nuestro movimiento, aunque nadie puede negar que tenía conciencia judía y fuerza. Se creía germana, pero era una asimilada. ¡Qué pena!
Finalmente, escribió para el Blatter des Judischen Frauenbundes:
En 1904 fundó una Federación para Mujeres Judías - su importancia no ha sido aún plenamente comprendida. Los judíos del mundo entero - hombres y mujeres - le deben su agradecimiento por este logro social. Pero lo negaron. ¡ Qué pena!
Es curioso que cada una de estas cinco notas termine con la misma expresión: ¡Qué pena!. Acaso porque a Bertha Pappenheim no le fue fácil vivir permanentemente cuestionando, sin apoltronarse cómodamente en ninguna de sus identidades. O porque padeció tantas veces por la falta de reconocimiento de los otros.
Cuando en 1936 y a los 77 años murió de un carcinoma de hígado, su muerte fue conmemorada, con notas de Martín Buber y de Max Warbi, en un número especial del periódico Blatter des Judischen Frauenbundes, fundado algunos años antes por la misma Bertha. Buber - en un valioso acto de reconocimiento - comparó su muerte a la de una llama que se había extinguido. Pero de esta necrológica Bertha no supo nada, de haberla leído quizá no hubiera sentido tanta pena.

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BIBLIOGRAFÍA


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CARLOS RODRÍGUEZ SUTIL: EL PROBLEMA MENTE-CUERPO


EL PROBLEMA MENTE-CUERPO:
UN ENSAYO DE ANTROPOLOGIA WITTGENSTEINIANA(1)

por Carlos Rodríguez Sutil

Agradezco al autor su amable permiso para publicar su artículo


INTRODUCCION
Hace algunos años el conocido filósofo de la ciencia Frederick Suppe (1974, p.38) deploraba el hecho de que con frecuencia los científicos sigue n manteniendo posiciones filosóficas mucho tiempo después de que han caído en descrédito. Recurre al ejemplo del conductismo radical de Skinner, quien se aferraba a las definiciones operacionales cuando los expertos ya habían mostrado su debilidad. En psicología y, en general, en las ciencias sociales, no es frecuente que una línea de investigación se abandone por completo aunque sus fundamentos epistemológicos hayan sido cuestionados, sino que perviven y coexisten, de forma no siempre pacífica, las más diversas escuelas. Las razones de esto son sin duda complejas y habría que buscarlas, contestando a Suppe, no en el distanciamiento entre filosofía y psicología sino, bien al contrario, en su mutua imbricación. Como reconocía el psicólogo cognitivo norteamericano Jerome Bruner (1983), en un interesante ensayo autobiográfico, la psicología de la mente nunca podrá estar libre de la filosofía de la mente. El presente ensayo intenta clarificar las bases conceptuales de un problema antropológico de gran importancia, como es el de la relación mente-cuerpo, motivo histórico de múltiples confusiones. Confiamos en que para resolver, o para "disolver", dichas confusiones, es sumamente útil recurrir a la crítica de las entidades internas que nos proporciona Wittgenstein con su Argumento del Lenguaje Privado (ALP), argumento que ya hemos expuesto detenidamente en otro lugar (Rodríguez Sutil, en prensa). Wittgenstein, no obstante, no es propiamente un psicólogo, ni propone un modelo teórico alternativo, sino que se dedica a desarraigar algunos mitos muy persistentes en el pensamiento occidental. Después examinaremos cómo se aplica esta labor a los reduccionismos, tanto conductista como fisiológico y a la teoría de James-Lange sobre las emociones.


Es habitual distinguir la obra del primer y del segundo Wittgenstein, representada en especial por el Tractatus (1921) y por las Philosophical Investigations (1952), respectivamente. Aquí nos ocuparemos sobre todo de la obra de madurez. La inspiración ética de los jóvenes intelectuales vieneses -encabezados por el periodista Karl Kraus - no le habría de abandonar el resto de su vida, y dirigirá, de manera implícita, su crítica a las formas dominantes de pensamiento (Cf. Janik y Toulmin, 1973). Wittgenstein se encuentra con un pensamiento enfermo y advierte en varios lugares la semejanza entre su método filosófico y una técnica curativa. En las Philosophical Investigations (PI,I, 255) (2) se dice que el filósofo es alguien que debe tratar una pregunta como una enfermedad.


CARTESIANISMO Y PSICOLOGIA
La crítica de Wittgenstein a los conceptos psicológicos no es comprensible sin una exposición, al menos sucinta, de su radical cuestionamiento de las dos sustancias cartesianas: pensamiento y extensión, o mente y materia; considera das, en definitiva, como dos espacios hermética mente cerrados con una conexión causal problemática: el paralelismo psicofísico. Las dificultades del paralelismo no han sido resueltas ni por el idealismo (solipsista) ni por el empirismo (materialista), ni por las múltiples posturas intermedias. En las Philosophical Investigations se cumple, de manera radical, merced al ALP, la destrucción del supuesto básico del dualismo cartesiano: la existencia de un lenguaje privado, anterior al aprendizaje de la lengua materna. Wittgenstein eligió ahí como motivo un párrafo de las Confesiones de San Agustín, pero dicho supuesto, como leemos en García Suárez (1976, pp.21-3), está después presente en racionalistas, empiristas, fisicistas y dualistas cartesianos, continentales y angloparlantes. La razón de presencia tan diversa radica en la adopción, confesa o tácita, no tanto de una doctrina filosófica concreta, como de un punto de partida. Se trata de la perspectiva egocéntrica, inaugurada oficialmente por Descartes, y seguida por el empirismo clásico (idea) y contemporáneo (sense-data).


Nuestro filósofo viene a decir, siguiendo la explicación del británico Kenny (1972, p.161) uno de sus comentadores más perspicaces, que los defensores del lenguaje privado cometen dos errores: a) creer que la experiencia es privada , y b) creer que las palabras pueden adquirir significado mediante definiciones ostensivas (privadas). Recordemos que una definición ostensiva es la que supone, ingenuamente, que podemos establecer una relación directa entre el signo y el objeto sin tener en cuenta el sistema del lenguaje, tomando esa relación como unidad básica del conocimiento humano. Podríamos afirmar, comenta Kenny, que el dolor es privado en cuanto a su conocimiento o en cuanto a su posesión. La primera posibilidad recibe el nombre de "incomunicabilidad" y el de "inalienabilidad" la segunda. Respecto a la incomunicabilidad, Wittgenstein escribió:
¿Hasta qué punto son mis sensaciones privadas?
-Bueno, sólo yo puedo saber si realmente tengo dolor; el otro sólo puede presumirlo. -Esto es en cierto modo falso y en otro un sinsentido (...)Los demás saben muy frecuentemente cuándo tengo dolor (...) De mi no puede decirse en absoluto (excepto quizá en broma) que sé que tengo dolor.(PI,I, 246)

De alguna manera es cierto que una persona no puede saber si otra tiene dolores, pero no
porque en realidad no se sepa, sino porque no tiene sentido decir que se sabe o no. El enunciado no es comparable con una afirmación de facto, como "es posible para un ser humano cruzar a nado el Atlántico", sino con otra de corte lógico o gramatical, es decir, perteneciente al modo de representación, como "no hay meta en una carrera de resistencia". En cuanto a la inalienabilidad dice:
"Otro no puede tener mis dolores" -¿Qué son mis dolores?¿Qué cuenta aquí como criterio de identidad? (...)"¡Pero otro no puede sin embargo tener ESTE dolor!" -La respuesta a esto es que no se define ningún criterio de identidad mediante la acentuación enfática de la palabra "éste". (PI,I, 253)


Las Philosophical Investigations demuestran la imposibilidad lógica de una definición ostensiva interna (PI,I,258). La estructura gramatical objeto/designación (en alemán Gegenstand/Bezeichnung) no es adecuada para conceptualizar las sensaciones (PI,I, 293). Esta es una idea que puede sorprender porque va en contra de nuestros hábitos lingüísticos cotidianos y, por tanto, de nuestra tendencia de pensamiento. Lo cierto es que no existe un objeto interno ’dolor’ al que corresponda la denominación "dolor". La palabra "dolor" es en ocasiones el sustituto y habitualmente el acompañante de la conducta primitiva de dolor. Si los seres humanos no manifestaran dolor no se le podría enseñar a un niño la expresión "dolor de muelas", pero cuando damos un nombre al dolor presuponemos la gramática de la palabra "dolor" (PI,I, 257). No es que no exista la mentira, pero para mentir tenemos que aprender primero a hablar (PI,I,249,250). Imaginemos el caso (Cf. PI,I, 293) de que cada persona tuviera una caja en la que se supone que guarda algo que llamamos "escarabajo", pero nadie puede mirar en la caja de otra persona y sólo sabe de qué se trata por la visión de su propio escarabajo (definición ostensiva interna). Pero si la palabra "escarabajo" tuviera un uso no habría de confundirse con la designación de una cosa, la cosa podría incluso no existir, ni siquiera sería un algo. Las palabras no tienen significado porque se correspondan con algún objeto sino porque forman parte de algún juego de lenguaje, entendido como sistema.

PENSAR CON LA CABEZA
Una de las ideas más peligrosas para un filósofo, escribe Wittgenstein en los Zettel (Z, 605, 606), es que pensamos en nuestras cabezas, en un espacio completamente cerrado, oculto. Esta confusión procede de lo que el filósofo de Oxford Gilbert Ryle (1949) denominó “error categorial”.
Tomemos el ejemplo del visitante que acude a la Universidad y, después de haberle mostrado las aulas, laboratorios, bibliotecas, etc., pregunta dónde exactamente se encuentra “la” Universidad. “Mental” y “material” pertenecen a distintas categorías lógicas; el error categorial consiste en buscar un espacio material donde se localice lo mental, la res cogitans cartesiana. Una vez que se le atribuye ese espacio -la caja craneana en nuestra cultura, no así en otras - se dota a lo mental de características similares a lo material (fenoménico). Comentaba Wittgenstein a sus alumnos en el curso 33-34 que tal vez la razón por la que nos inclinamos a hablar de la cabeza como del lugar de nuestros pensamientos es por la existencia de palabras como "pensar" y "pensamiento" junto a las palabras que denotan actividades (corporales), tales como escribir, hablar, etc. La existencia de los últimos verbos nos hace buscar una actividad, diferente de éstas, pero análoga a ellas, que corresponda a la palabra “pensar”: “Cuando las palabras tienen prima facie en nuestro lenguaje ordinario gramáticas análogas, nos inclinamos a intentar interpretarlas análogamente; es decir, tratamos de hacer valer la analogía en todos los campos” (BlB,p.7; pp.33 -34 de la traducción castellana).
Wittgenstein ataca el dualismo pero, como advierte David Pole (1958, p.149 y ss.), no por ello hay que tomarle por un “monista”. No niega que los términos mentales tengan un uso, pero intenta evitar la imagen de interioridad que se les asocia (PI,II, p.223). Este “rechazo” de la interioridad lleva a que se identifique a nuestro filósofo con el conductismo.


VERIFICACIONISMO Y CONDUCTISMO
A continuación no nos ocuparemos tanto de las teorías de estímulo y respuesta, o de conducta y refuerzo, como del punto de vista filosófico (conductismo lógico) que, en sus dos formas, defiende o bien que los términos mentales pueden ser traducidos completamente en términos de la conducta corporal y de las circunstancias físicas en que se produce (conductismo radical), o bien que, aun existiendo eventos mentales no traducibles, el campo de la ciencia psicológica sólo puede corresponder a la conducta corporal y sus circunstancias físicas (conductismo metodológico).


El conductismo hunde sus raíces en el positivismo lógico vienés y, más en concreto, en la propuesta de Rudolf Carnap (1932-33) de una psicología en lenguaje fisicalista. Los filósofos del Círculo de Viena deseaban una filosofía científica, libre de las especulaciones metafísicas del pasado. Consideraban que toda proposición cae dentro de dos categorías, o es lógica y, por tanto, carece de significado (es una tautología), o es empírica, en cuyo caso debe ser verificable. Toda proposición que no entre dentro de esas dos categorías es un sinsentido (Kraft, 1950; Ursom, 1956). El operacionalismo, u operativismo, que tanto repercutió en psicología, puede ser considerado como una forma del “principio de verificación” (Cf. Hempel, 1954).


Sin pretender relatar aquí pormenorizadamente los avatares del verificacionismo, debemos señalar que pronto se apreció la imposibilidad de mantener el principio en su forma original: con él se eliminaban como sinsentidos muchas proposiciones de la ciencia que no eran fácilmente verificables. Esto dio paso a las versiones débiles del principio. Muchas veces se ha pretendido emparentar a Wittgenstein con el verificacionismo del Círculo de Viena y, por ende, se le ha considerado un conductista (lógico). En cuanto a lo primero, señalemos que, en cualquier caso, si nuestro filósofo defendió el principio de verificación sólo fue en una versión débil (Cf. p.e. PR, 282), versión que más parecido semeja tener con la forma de verificación propia del pragmatismo, en concreto, de William James (1907). En opinión de James la verdad no es una propiedad estática de las ideas, sino que las ideas verdaderas son aquellas que podemos hacer válidas, y falsas las que no. La verdad es algo que acontece a una idea y, lejos de ser un fin en sí misma nos guía para la obtención de otras satisfacciones vitales. Excuse el lector que no demos un tratamiento exhaustivo, por razones de espacio, al asunto del verificacionismo en Wittgenstein.


En cuanto a su supuesto conductismo, se ha recurrido para justificarlo a la noción de criterio que nos legó (Cf. Chihara y Fodor, 1967). Wittgenstein desarrolla las nociones de criterio y de síntoma en el contexto de su ALP: los “procesos privados” requieren “criterios externos” (PI,I, 579, 580). El descenso del barómetro es un “síntoma” de lluvia, el asomarnos por la ventana y ver caer gotas es un “criterio” (PI,I, 354). En otro orden de cosas, el significado del término “lluvia” no se enseña señalando un barómetro. Los síntomas son acontecimientos que ocurren en relación temporal con cierto fenómeno, pero que no sirven de criterio. Pues el que algo sea criterio de X no es cuestión de experiencia sino de definición. Un proceso en el cerebro de un hombre o en su laringe puede ser un síntoma de que está viendo algo rojo, pero el criterio es lo que dice y hace (PI,I, 376, 377). El criterio de que yo recuerdo el ejemplar correcto de la sensación "S" sólo puede ser externo, y está integrado en el aprendizaje social que me ha permitido identificar mi comportamiento (primitivo) con una palabra y, en algún caso, sustituirlo, no sólo gritar y removerme con gesto de incomodidad, sino decir “me duele”. La sensación interna no posee una vida independiente de los criterios externos, no tiene por qué existir, como el escarabajo de la caja (PI,I, 293). Yo no me quejo porque tenga una sensación de dolor, ni siquiera porque siento dolor, sino porque me duele. La sensación, en definitiva, no es más que un término de un juego de lenguaje, el de las sensaciones; una forma de representación que podría ser sustituida por otra, de la que de momento no disponemos. Cuando Chihara y Fodor (1967, p.173 y ss.) advierten que para Wittgenstein la relación entre conducta y mente se produce a través de un criterio son deudores, como veremos, de la tradición cartesiana.


Decíamos páginas atrás que no es que no exista la mentira, pero que para mentir necesitamos ya de la existencia de todo un juego de lenguaje. Supongamos que alguien se encuentra en el estado mental de “estar deprimido”, este estado abarca una serie de aspectos, unos externos: enlentecimiento de movimientos, expresiones de tristeza, llantos, incapacitación laboral, etc., y otros internos: pensamientos de autodevaluación, culpa, ideas de suicidio, etc. Cuando hablamos de “estado mental de depresión” deberíamos referirnos a las dos categorías de entidades, frente a la tendencia a identificar el estado con los aspectos internos. Supongamos ahora que esa persona, por razones muy concretas, no quiere alarmar a su familia, quizá porque teme que le internen en una institución. En consecuencia cumple con los mínimos laborales, habla sólo de fútbol y pone buen cuidado en llorar cuando nadie le ve ni le puede reprochar sus ojos enrojecidos,aunque sigue manteniendo, exclusivamente para sí mismo, pensamientos de autodevaluación e ideas suicidas. El clínico dudaría de que aquí se tratara de una “auténtica” depresión, pues no cumple los criterios. Nosotros nos preguntamos si se trata de un estado depresivo sin conductas depresivas o si, más bien, estamos ante una mezcla de dos estados: depresión (leve) y temor al internamiento. La segunda solución nos evitaría postular un estado mental sin manifestaciones conductuales.


Dos comentarios al margen. Si el clínico tiene alguna noción de los pensamientos
autodevaluatorios y de las ideas de suicidio es evidentemente porque muchos enfermos depresivos los relatan. Por otra parte, si se consigue que un enfermo depresivo vaya a trabajar, se mueva más y no hable de cosas tristes es muy probable que, por añadidura, mejoren los aspectos interiores (cogniciones).


Chihara y Fodor (1967, pp. 182 -4) proclaman que los criterios se establecen en base a alguna característica observable del estado de cosas (state of affairs) y que se apoyan en inducciones a partir de correlaciones observadas. Recogen la frase ya citada de "Un ’proceso interno’ necesita criterios externos" (PI,I, 580) para atribuir a Wittgenstein una postura “conductista”. Pero Wittgenstein en ningún momento utiliza el término "inducción". El que algo sea criterio de X no es cuestión de experiencia, sino de definición (PI,I, 354). Yo no induzco la existencia de lluvia a partir de mi observación de que caen gotas del cielo nublado, sino que es a eso mismo a lo que llamo “lluvia”.


En cuanto a la observación de estos críticos de que para Wittgenstein los criterios conductuales son los únicos posibles, pensamos que el acento debe hacerse recaer en “únicos” y no en “posibles”. Es cierto que el psicólogo observa los fenómenos de la vida mental (RPP,I, 286-292; PI,II, pp. 179-180) y que Wittgenstein entiende por “fenómeno” algo que puede ser observado (RPP,II, 75), luego el psicólogo sólo observa la conducta. Pero eso no quiere decir que el filósofo vienés sea conductista, como puedan serlo Skinner o el propio Ryle, pues él sólo acepta definiciones de los términos psicológicos que sean articuladas, frente a las definiciones operativas de los reduccionismos conductista y fisiológico (PR, 31, 32).
No se trata, por tanto, de que los términos mentales sean traducibles a términos conductuales, sino que o son términos conductuales o no son nada.

Busquemos un ejemplo que nos ilumine. Para Wittgenstein el criterio de haber soñado es el sueño contado (PI,II, 184). Los niños aprenden lo que es soñar por medio del relato de alguien, incluso de ellos mismos, de las vivencias que han experimentado mientras se hallaban dormidos (RPP,I, 375, 376). Carece de sentido la pregunta de si alguien que cuenta un sueño lo ha tenido realmente o sufre un trastorno de memoria. Chihara y Fodor (1967, p.185 y ss.) acusan al criterio de que conduce a sinsentidos. Por ejemplo, dicen, parecería que no tienen sentido frases como ’Juan olvidó totalmente el sueño que tuvo la noche pasada’. Pero, afirmamos,¡es que realmente se trata de un sinsentido! Si Juan olvidó por completo su sueño no podemos siquiera especular sobre un sueño olvidado, no en mayor medida que en una paloma que vuela en el vacío, o en el puchero de monedas que se encuentra al final del arco iris. La pregunta de si esa proposición se entiende, o no, nos sirve de escasa ayuda, lo que tenemos que preguntarnos, siguiendo la inspiración wittgensteiniana (RPP,I, 366), es qué podemos hacer con ella.


Ahora bien, los científicos que han investigado el fenómeno del dormir hablan de los ritmos cerebrales alfa y beta y de los movimientos oculares rápidos (MOR) como criterios del sueño. Se ha descubierto cierta relación entre dichos fenómenos y el informe de los sujetos que, al ser despertados, afirmaban estar soñando. Pero, como ya señalaba Malcolm (1959) y, más recientemente, Chapman (1987), al adoptar nuevos criterios para la palabra "soñar" los científicos están modificando el concepto. Y sus medidas, que no son otra cosa sino síntomas, no definen el sueño.


Las “definiciones operacionales” fueron utilizadas por primera vez por P.W.Bridgman (1927) en relación a la física. El concepto de longitud, por ejemplo, equivale exclusivamente a la serie de operaciones mediante las cuales se determina la longitud; un fenómeno no es más que un conjunto de operaciones, es sinónimo de ellas. Comentábamos antes que para Hempel (1954) este tipo de definición, cuando se especifica de forma precisa, está emparentada con el principio de verificación y, en cierta medida, comparte sus problemas. El principal de todos es la asistematicidad. El método operacional define el significado de un concepto o enunciado como la correspondencia con una operación o serie de operaciones, cuando la significación sólo es aplicable a sistemas teóricos y no a enunciados aislados.


El defensor más conspicuo del operacionalismo en psicología es, sin duda, B.F.Skinner (Cf. p.e. 1945, p.159). Skinner reconoce que el punto de vista operacional tiene deficiencias -aunque no indica cuáles- pero que es bueno en todas las ciencias y especialmente en psicología: "debido a la presencia en éste campo de un amplio vocabulario de origen antiguo y no científico" (1945, p.161). Dicho vocabulario abarcaría a los términos mentalistas, privados. Rechaza cualquier postulado o variable que se encuentre más allá de los datos observables del ambiente y de la conducta de los organismos. La variable externa de ésta conducta es una función, de ahí el nombre de “análisis funcional” (Skinner, 1953, p.23).
El rechazo de las variables internas se justifica por razones operativas. La deprivación de alimento, por ejemplo, puede ser medida y es, por tanto, un término operativo; cosa que no ocurre con la pulsión (drive) de anteriores teorías del aprendizaje (1953, p.26). El conductismo radical, que niega la existencia de entidades subjetivas, es considerado por Skinner como la postura más adecuada (1976, p.117).


Sin embargo, la gran paradoja del conductismo skinneriano, que nos descubre su filiación
cartesiana, radica en que al negar la mente, identificándola exclusivamente con las entidades internas, niega un aspecto fundamental de la realidad que, como no podía ser menos, expulsado por la puerta retorna por la ventana. Al responder Skinner (1953, p.262) a la pregunta de cómo aprendemos los términos verbales sobre nuestras intenciones dice que, primero, se enseña a la persona a utilizar estas palabras cuando exhibe la conducta pública adecuada. A partir de entonces, sigue diciendo, los estímulos privados son asociados con las manifestaciones públicas (de los demás) y, desde entonces, la persona responde a los estímulos privados cuando ocurren sin manifestaciones públicas. ’Estaba a punto de irme a casa’ (I was on the point of going home) debe ser considerado, según Skinner, como el equivalente de ’Observé acontecimientos en mí mismo que preceden, o acompañan, de forma característica mi marchar a casa’. Pero, le podemos objetar, anticipando en algo nuestra crítica a la teoría de James-Lange, que nadie toma una decisión porque observe que se producen en sí mismo cambios corporales. El método para encontrar el significado de las expresiones psicológicas no es mirar dentro del yo, sino examinar la función que juegan esas palabras y conceptos en nuestro lenguaje (PI,I, 413).


Los conductistas rechazan la introspección como método porque sus resultados no son públicamente verificables. Wittgenstein, en cambio, rechaza la introspección porque no es ningún método privilegiado de acceso a nuestros procesos subjetivos: "Puedo saber lo que el otro piensa, no lo que yo pienso"(PI,II, p.222). Lo que yo pienso ni lo sé ni lo dejo de saber, y si hablamos de pensamiento inconsciente en realidad estamos realizando un cambio conceptual, en el modo de representación, como hizo el psicoanálisis (Cf. Rodríguez Sutil, 1989).


Tanto el introspeccionismo como el conductismo comparten el supuesto cartesiano de que los procesos mentales sólo son directamente accesibles al sujeto que los experimenta y que, como destaca el ALP, dicho conocí miento es previo al aprendizaje del lenguaje público. Para Wittgenstein, en cambio, en la medida en que las experiencias subjetivas pueden ser expresa das de forma inteligible, existen criterios convencionales para identificarlas (Cf. Chapman, 1987, p.111). Si existen criterios convencionales esas experiencias son tan accesibles al psicólogo como al propio sujeto. Si no son expresables son, por definición, inefables y caen en el ámbito de lo místico, aquello de lo que no podemos hablar, conclusión ya recogida en el Tractatus.


VERIFICACIONISMO FISIOLOGICO
Stephen Toulmin (1970, p.22 y ss.) ha propuesto en un tono humorístico la “Paradoja de Townes”, en "homenaje" al neurólogo norteamericano Charles Townes, quien en una reunión celebrada en Colorado, allá por 1966, proclamaba con vehemencia que pronto sería posible explicar en términos neurofisiológicos todas las interconexiones e influencias del sistema nervioso central, y que así se podría explicar plenamente la conducta de las personas desde un punto de vista científico. La paradoja consiste en que los mismos científicos que proclaman lo anterior se reservan su responsabilidad personal y sienten orgullo justificado por sus propios pensamientos e ideas, cuando en realidad la teoría que defienden mantiene que todos sus actos vienen determinados.


La explicación biológica posee el indudable atractivo de remitirnos a un campo científico de mayor solidez que el psicológico. La biología se ajusta mejor al modelo del monismo materialista querido por la ciencia occidental. El reduccionismo neurofisiológico extremo ha sido defendido, entre otros, por D.O.Hebb (1949) para quien la “mente” sólo puede ser considerada con propósitos científicos como la actividad del cerebro, y, más recientemente por M. Bunge (1980) y su materialismo emergentista, para quien el cerebro es un sistema con propiedades emergentes (no explicables por la física) como son las capacidades de: percibir, sentir, recordar, imaginar, desear, pensar, etc. Sin embargo, el reduccionismo biológico también puede ser rastreado en posiciones que defiendan alguna forma de innatismo; innatismo de estructuras, como en el constructivismo piagetiano, pero, especialmente, de conocimientos, como en el generativismo chomskyano (Cf. Rodríguez Sutil, 1992). Skinner (1950) con toda probabilidad está en lo cierto cuando afirma que el fisiologismo no nos ayuda mucho cuando intenta explicar la conducta recurriendo a fenómenos de otro nivel, por lo menos igual de complicados, descritos en términos diferentes (con otros términos operativos). Ahora bien, nuestro objetivo no es desechar la base fisiológica del comportamiento, lo que sería absurdo, sino situarla en su justa dimensión. Los procesos mentales y los procesos cerebrales pertenecen en opinión de Wittgenstein a juegos de lenguaje diferentes:
La gramática de un estado o de un proceso mental es realmente, en muchos sentidos, similar a la de, por ejemplo, los procesos cerebrales. La principal diferencia es, quizá, que en el caso del proceso cerebral se admite como posible una comprobación directa; el proceso, en cuestión, puede tal vez ser visto abriendo el cráneo. Pero no hay lugar para una "percepción inmediata" similar en la gramática de los procesos mentales. (No existe tal movimiento en este juego). (PG, 82)


Cabría interpretar un deseo, intención o expectativa como una inervación particular en el cerebro, pero la inervación como tal no es nada que quede abierto y necesitado de completamiento (PG, 132). Wittgenstein comienza diciendo que ninguna suposición le parece más natural que el que no existe ninguna razón para suponer que nuestros pensamientos proce den del cerebro y no del caos, de la misma forma que nada en la semilla se corresponde con la planta que surgirá de ella (RPP,I, 903; Z, 608). Es posible, por tanto, que ciertos fenómenos psicológicos nopuedan ser investigados fisiológicamente, porque fisiológicamente nada les corresponde (RPP,I, 904; Z, 609; Cf. PI,I, 412). El prejuicio en favor del paralelismo psicofísico es fruto de la concepción primitiva de la gramática. Se piensa que si admitimos una causalidad entre fenómenos psicológicos, no reductible a fenómenos fisiológicos, estamos admitiendo la existencia de un alma pegada al cuerpo (RPP, I, 906; Z, 611). No obstante, señala Hunter (1977, p.515), Wittgenstein no niega que exista algo en el sistema nervioso responsable de los procesos psicológicos (Cf. RPP,I, 907; Z, 612). Lo que si es improbable es que pensara que los procesos neuronales responsables de los movimientos de los labios y de la lengua cuando hablamos sean responsables también del hecho de que digamos esto en lugar de aquello.

De lo anterior podemos extraer la conclusión de que la psicología debe ocuparse, por definición, de lo que decimos y hacemos, como fenómenos articulados. Si se interesa por la fisiología es como ciencia que permite determinar los límites de lo que somos y de lo que no somos capaces de decir y hacer. El cerebro, vendríamos a decir, es un instrumento de la mente, entendida como contexto pragmático interpersonal, como también lo es la mano o el hígado. El cerebro cobra importancia, para la psicología, cuando está alterado, porque entonces se aparece de forma palmaria como límite. Cuando, en cambio, se identifica neurofisiología con psicología se cae en poder de un prejuicio cientifista, derivado de la imagen errónea de que pensamos con nuestras cabezas.


La ciencia que se expresa en prejuicios se transforma en metafísica de la peor calaña. Una
idea científica es la que está siempre sujeta a discusión pues se refiere a la realidad empírica, es decir, a aquello que nos podemos imaginar de otra manera. Una convicción, en cambio, pertenece al ámbito de la gramática, al sistema de representación, es algo más difícil de modificar, y cuando se modifica no es ante la presencia de meros razonamientos sino mediante alguna forma de persuasión. El papel central que desde hace siglos se concede al cerebro en los procesos de pensamiento, con ser la hipótesis más plausible, nunca debe ser tomado como una certeza absoluta. Recordemos, si no, la anécdota, recogida por Benjamin Farrington (1969, p.135), del gran Aristóteles rechazando la doctrina de Alcmeón, 150 años anterior, de que el cerebro era la sede de las sensaciones, y prefiriendo el corazón como órgano sensible. Dicho rechazo, contra lo que pudiera pensarse, no procedía del prejuicio religioso o de la simple ignorancia, sino que se apoyaba en razones, por aquel entonces, bien fundamentadas, esto es, científicas. Entre esas razones habría que contar, por ejemplo, con que el cerebro es insensible a la estimulación directa; en los invertebrados muchas veces no se distinguen los ganglios cerebrales; sólo las partes con sangre son sensitivas y el cerebro (según decía Hipócrates) no tiene sangre; por otra parte, el Estagirita, en sus observaciones empíricas, no descubrió conexiones entre el cerebro y los órganos de los sentidos, cosa que sí ocurre con el corazón, centro del sistema vascular y del calor vital, etc.


En conclusión, los procesos psicológicos de una persona no son procesos en su cerebro sino lo que esa persona hace y dice en el contexto humano. Y eso es así aunque aceptemos que, al mismo tiempo, se producen inervaciones en su sistema nervioso y modificaciones en su sistema glandular necesarias, como prueban las investigaciones científicas, para que se desarrollen los comportamientos.

LA TEORIA DE JAMES-LANGE SOBRE LAS EMOCIONES
En su reciente libro sobre la filosofía de la psicología wittgensteiniana, Malcolm Budd (1989, p.151) plantea que el objetivo principal de sus observaciones sobre la emoción era censurar la teoría de James-Lange. El famoso psicólogo y filósofo pragmatista norteamericano William James, hermano del no menos famoso escritor Henry James, escribía en su artículo original de 1884:

Nuestra manera de pensar sobre estas emociones estándar es que la percepción mental de algún hecho provoca la disposición mental llamada emoción y que éste estado mental da lugar a la expresión corporal. Mi tesis, por el contrario, es que los cambios corporales siguen directamente a la percepción del hecho desencadenante y que nuestra sensación de esos cambios según se van produciendo es la emoción. (p.59)


Según la formulación sintética del propio James “no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos”. Los cambios corporales son el fundamento de la emoción:
Si los estados corporales no siguieran a la percepción, ésta última poseería una conformación totalmente cognitiva, pálida, incolora,carente de calor emocional. Entonces podríamos ver el oso y juzgar que lo mejor es correr, recibir la ofensa y considerar que lo correcto es golpear, pero no podríamos sentirnos realmente asustados o iracundos. (id.)


Los cambios viscerales son imprescindibles para la emoción y, por tanto, deben existir patrones específicos para las distintas emociones. James suponía además que la producción voluntaria de los cambios viscerales de una emoción concreta deberían producir dicha emoción pero que no poseemos control voluntario sobre las vísceras. Esta hipótesis, como han mostrado Fernández Dols y Ortega (1985, p.36), no se comprobó en experimentos posteriores.
La famosa crítica a James de Walter Cannon (1927) apunta,en esencia, a que la producción artificial de los cambios viscerales característicos de ciertas emociones no provoca por sí misma los efectos previstos. Nuestro Gregorio Marañón (1924) ya había dado apoyo a esa idea con un experimento que consistió en inyectar adrenalina a varios grupos de pacientes: sólo experimentan ansiedad aquellos que se encuentran especial mente predispuestos. Schachter y Singer (1962) trabajaron, años después, con una metodología similar. Estos autores sometieron a sujetos normales, inyectados con adrenalina o con un producto placebo, a diversas situaciones de interacción personal con un cómplice del examinador. Los resultados llevan a postular una teoría interactiva de dos factores: a) una activación fisiológica indiferenciada, y b) una evaluación cognitiva de las situaciones. Dadas las mismas circunstancias cognitivas el sujeto reacciona emocionalmente sólo si experimenta la activación fisiológica correspondiente. Esto podría considerarse una confirmación (moderada) de las tesis de James.


La maraña de estudios posteriores, según reconocen Fernández Dols y Ortega (1985, pp.42-3) parecen debilitar la postura de James-Lange o la de Cannon, pero son, en sus propias palabras "exquisitamente inconcluyentes". La razón de dicha ambigüedad sólo proviene de que lo que aquí nos acecha es una problemática de tipo conceptual, irresoluble por cualquier prueba empírica. La emoción, como ocurría con la intención y el deseo, es un término articulado del lenguaje y no tanto un concepto fenoménico, aunque aparezca asociada con síntomas corporales. Por tanto, las emociones no deberían aplicarse sin restricción a las criaturas sin lenguaje. Decimos, por ejemplo, que un perro teme que su dueño vaya a pegarle, pero no que le pegue mañana (PI,I, 650). Sólo quien domina el lenguaje puede tener sentimientos relacionados con la esperanza (PI,II, p.174). Ahora bien, si los conceptos referidos a las emociones son legítimamente aplicables a los animales, y parece que el uso así lo aconseja, tendremos que postular que la emoción engloba numerosos matices, algunos de ellos a caballo entre lo gramático y lo empírico. Lo empírico serían los síntomas corporales. Pero lo específicamente humano sería su carácter articulado.


Nos ha sorprendido agradablemente tener noticia de un trabajo del psicólogo ruso Lev S. Vygotsky (1984; Cf. van der Veer, 1987) sobre la teoría de James-Lange que comparte y, al mismo tiempo, aclara algunas ideas de Wittgenstein. Vygotsky se plantea una ataque a la teoría mediante el análisis en profundidad de sus fundamentos metafísicos: el dualismo cartesiano. Descartes, en Las Pasiones del Alma, intenta explicar la naturaleza de las pasiones como un “filósofo natural” y comienza describiendo el proceso corporal que da lugar a la emoción. Emociones, como sensaciones, dependen de los nervios que están conectados con el cerebro y queson como pequeños tubos por los que circulan los “espíritus animales”, entidades a medio camino entre lo material y lo espiritual. Cuando una persona ve un objeto amenazador, los espíritus animales de los órganos de los sentidos se desplazan hasta el cerebro, donde interactúan con el alma, a través de la glándula pineal, haciendo que los espíritus animales se dirijan a diferentes partes del cuerpo, como pueden ser los músculos. Descartes -y James - atribuyen a las pasiones una naturaleza, valga la redundancia, “pasiva” y perceptual. El alma es un perceptor pasivo, un registrador de movimientos de la glándula pineal o, en la teoría de James, la emoción es la toma de conciencia de los cambios viscerales. En consecuencia, las emociones son inmutables y, en último término, innatas (Vygotsky, 1984, p.273). Es difícil, por lo demás, investigar un desarrollo real de las emociones, pues los procesos fisiológicos de niños y adultos son probablemente los mismos. Esta es una conclusión interesante: la ausencia del concepto de "desarrollo" es una consecuencia del dualismo mente -cuerpo.Pero ya hemos visto, con Wittgenstein, la incongruencia de atribuir una cualidad exclusivamente mental a las emociones y, a la inversa, lo inadecuado de postular emociones humanas adultas en organismos no lingüísticos.


Los psicólogos subjetivistas y los objetivistas comparten, según Vygotsky (1984, p.294) la misma concepción inadecuada de la explicación causal. Los primeros estudian los procesos psicológicos superiores, considerándolos indeterminados y libres como el alma de Descartes, mientras que los segundos se limitan al estudio de los procesos simples de estímulo-respuesta. Para Vygotsky y la escuela de Moscú, el medio primero y más importante del determinismo sociocultural de la conducta es el lenguaje (van der Veer, 1987, p.98). Respecto a las emociones, la idea más fecunda que nos presta esta escuela consiste en plantear la existencia de una evolución previa al lenguaje y otra posterior a la eclosión del mismo.La emoción, por tanto, es un concepto intermedio entre lo empírico y lo gramático y, además, debemos afirmar que la persona actúa como totalidad en su entorno, del que forma parte.

CONCLUSIONES
Los reduccionismos, en su intento por superar la mitología introspectiva, caen en la propia trampa de aquello que pretenden negar, convirtiéndose, según la expresión de Vygotsky (1924), en un “idealismo vuelto del revés”. Así,tanto conductistas como fisiologistas, defensores acérrimos del verificacionismo, al negar la conciencia expulsan el aspecto más definitorio del comportamiento humano, que podemos denominar “comunicación simbólica”, o lo “reducen” a un ámbito con el cual es, por principio, inconmensurable: la inervación neuronal o la contracción muscular. Y las teorías intermedias, como la de James-Lange, enfrentan la dificultad insalvable de explicar de manera convincente el paralelismo psicofísico, problema originado en la división cartesiana de dos sustancias. Ante eso Wittgenstein nos enseña que fenómeno y sentido no son dos realidades que se muestren por separado, sino que son abstracciones a partir de una misma presencia, dentro de un contexto social, es decir, lingüístico. La “persona” es un concepto primitivo, sólo por abstracción llegamos a plantearnos la existencia de dos realidades separadas: mente y cuerpo. Si se parte de esta separación como algo ya dado desde el principio sólo se alcanza la confusión, sobre todo cuando se localiza la mente en un espacio interior y oculto, accesible sólo por inferencia o introspección. Ese es el error en el que incurren en psicología tanto los reduccionismos como las posturas intermedias, interactivas. Al mostrar esto no se resuelven los problemas que esas teorías planteaban sino que se disuelven, al mostrar su naturaleza puramente verbal.
Para terminar afirmaremos que el comportamiento de las personas, como el de los animales, no es separable de su medio, pero ese medio, a diferencia de los animales, es social-comunicacional. Ese comportamiento tiene unos límites físicos ( ecológicos) y biológicos (psicofisiológicos)