martes, 1 de noviembre de 2011

Entrevista con China Mieville




El último año fue significativo para China Miéville. The City and the City le ganó el Arthur C Clarke Award, el más importante premio de la ciencia ficción, por una tercera vez sin precedentes y también obtuvo aplauso de la crítica general. Publicó Kraken y su nueva novela, Embassytown, estaba en preparación. Marcó el año con un tatuaje en todo el brazo de un “calaverulpo” (skulltopus), una sonriente calavera envuelta en vibrantes tentáculos, una imagen creada como homenaje a las diferentes tradiciones de lo extraño y lo fantástico de las que brota su imaginación.
Miéville siempre ha exhibido sus influencias en su manga –Lovecraft, Peake, la ciencia ficción clásica y de nueva ola, la fantasia, los comics y los juegos de rol Dungeons and Dragons que jugaba cuando niño–, pero desde el comienzo sus libros combinaron este amor por el género, geeky (de fan) en su entusiasmo y académico en su profundidad, con una ambiciosa sensibilidad literaria. Embassytown, publicada este mes, lleva esa ambición a un nuevo nivel. Investigación sobre el shock cultural y los lazos entre lenguaje y pensamiento, es la historia de un planeta retrasado colonizado por humanos, cuyos intentos por comunicarse con los extraterrestres “Hosts”, que no poseen la idea de mentir, resultan muy mal. Pero mientras las implicaciones metafísicas de criaturas para las cuales no hay diferencia entre una palabra y su referente remiten a la filosofía lingüística de la posguerra, Wittgenstein y más allá, la idea original era la de un extraterrestre de dos voces y llegó a Miéville cuando tenía 11 años. “Tengo una increíble fidelidad a mis obsesiones, una forma mejorada de decir una negación a madurar”, dice. “Recientemente encontré un libro de ejercicios en el que escribí un esbozo inicial de lo sería Embassytown un cuarto de siglo más tarde. Es increíble en qué medida estas cosas no cambian”.
Miéville nació en Norwich en 1972, pero se mudó a la capital cuando era pequeño, después de que sus padres se separaran. Sus primeros recuerdos son de Londres, que domina su trabajo: “Siento que Londres me habita desde una edad muy temprana, tanto como viceversa”. Todavía vive en el mismo pedazo del norte de Londres donde creció con su madre, una maestra, y su hermana menor. Su padre murió cuando Miéville tenía 19 años; después de la separación, sólo lo vio un puñado de veces, que le dejaron recuerdos “raros y que me confundían”.
Las pasiones de Miéville cristalizaron pronto: “Desde que tenía dos años, amaba los pulpos, los monstruos, los edificios abandonados. . . A uno le preguntan, si está en el tipo de cosa en que estoy, cómo te metiste, y mi respuesta es siempre: ¿cómo saliste vos? Si ves una clase de chicos de seis años, todos están leyendo sobre brujas y extraterrestres y naves espaciales y hechizos”. Escribió cuentos y poemas siendo niño, y recuerda “pensar concientemente ‘oh, quizás pueda dedicarme a esto’ cuando tenía 13 años”. Más tarde, “comprendí qué afortunado tenías que ser. Nunca tuve una fe irracional en que esto sería lo que ocurriría”.
Cuando su madre se mudó fuera de Londres, Miéville obtuvo una beca como pupilo en la escuela pública Oakham, donde pasó un par de “años muy infelices “. Después de un año de bache en Egipto y Zimbabwe, obtuvo una plaza en Cambridge para estudiar literatura inglesa, pero al hallar la enseñanza “más bien hermética y abstracta” se cambió rápidamente a antropología. Fue en ese punto en que, intelectual y políticamente, Miéville entró en su terreno. De joven, se había involucrado en las campañas de CND y anti-apartheid; ahora, formalizó su opción por la izquierda con la adopción del marxismo. Siguió una maestría en Derecho Internacional en LSE y un año en Harvard.
A menudo se pregunta a Miéville dónde se cruzan su política revolucionaria y su construcción de mundos fantásticos, pero es muy cauteloso antes de hacer conexiones demasiado fuertes entre ambas cosas. “No estoy interesado en la fantasía o la ciencia ficción como planos utópicos, esa es una idea desastrosa. Hay una suerte de lazo en términos de alteridad… Si uno piensa en los surrealistas, el extrañamiento que intentaban crear era un acto político. Hay alguna sopa compartida en algún lugar de mi cabeza donde cuchareo ambas cosas”.
Su primera novela, King Rat (El Rey Rata), publicada en 1998, era una versión alterada de la historia del Flautista de Hamelin, situada en el mundo de los clubes de Londres, con bajo y batería maldiciendo a través de su prosa. Miéville se siente ahora “extrañamente, afectuosamente avergonzado” por su pose arrogante. La novela se puede leer como un manifiesto de sus obsesiones: Londres, tanto la de todos los días como la arcana; una sensibilidad política radical; y una determinación a resistir los tópicos estándar de la fantasía en los que se siguen misiones, los elegidos completan sus destinos y el mal es derrotado. Iain Sinclair, uno de los héroes de Miéville, encontró en ella una “genuina contribución a la mitología subterránea de Londres”; su madre, leyendo esta historia de maduración en la que las figuras paternales son defenestradas o resultan ser ratas gigantes, observó: “¿Mucha búsqueda del padre perdido?”.
Había estado trazando el mapa del universo alternativo de Bas-Lag por diez años antes de que Perdido Street Station (La Estación de Calle Perdido), un bloque de 900 páginas de fantasía barroca, fuera publicada en 2000. Es un extraordinario mundo que se extiende, impulsado por magia y tecnología steampunk, poblado por humanos, gente-cactus, insectoides, razas anfibias y aéreas, chorreando mitos y monstruos y amenazado por régimenes represivos. Michael Moorcock lo compara actualmente con Gormenghast. “Lo que distingue el mundo inventado de China es la complejidad y el detalle que le da –y la verosimilitud de sus personajes, sean humanos o bichos gigantes”.
En el centro está Nueva Crobuzon, “un coágulo de todas las ciudades que amo en la realidad pero también en la ficción. Londres aparece más que cualquier otra ciudad, pero el Londres literario y refractario tanto como el Londres real… Alguna gente trabaja rigurosamente en un casi darwiniano intento de crear mundos en la fantasía. Yo quería un rigor por detrás, pero empezar con una mescolanza”. Dos tomos aún más gordos le siguieron: The Scar (La Cicatriz), una aventura marítima picaresca en la que la ciudad en el corazón del libro es una comunidad flotante de naves amarradas juntas por piratas; y Iron Council (El Consejo de Hierro), un western con subtexto político en el que un tren secuestrado por revolucionarios se lanza a lo desconocido.
Mientras escribía las novelas de Bas-Lag, Miéville también había estado trabajando en un doctorado en filosofía del derecho y continuaba su activismo de base. En 2001 fue candidato de la Socialist Alliance, y obtuvo poco más del 1% de los votos. “Después del primer gobierno del Nuevo Laborismo, se había vuelto muy claro qué tan duro estaban tironeando al Laborismo hacia la derecha. Era muy importante para nosotros presentar una agenda alternativa”. Diez años después, dice, “encuentro la coyuntura política tóxica, vil y realmente indignante. Pero no creo que haya una contradicción entre ser optimista en política y pensar que vivimos en realmente un mal momento. Todo lo contrario”.
Los libros de Bas-Lag colocaron a Miéville en la primera línea de un grupo de escritores que combinaban elementos de la ciencia ficción y la fantasía con el horror y el pulp, para lograr lo que fue entusiastamente etiquetado como New Weird (Nuevo Extraño): visiones oscuras, urbanas, políticamente conscientes, que rechazaban explícitamente la veta consolatoria y escapista establecida por Tolkien. Para muchos, la fantasía es tipificada por El Señor de los Anillos; Miéville acumuló una furia contra la “pomposidad wagneriana” de Tolkien, “su estrechez de mente y su amor reaccionario por los estatus-quo jerárquicos”, y lo considera “el grano en el culo de la literatura de fantasía” y decidido a “pinchar la pústula”. (Recientemente ha suavizado su posición, en no menor medida porque comenzaron a “pedir en las convenciones que haga ‘lo de Tolkien’, así que he tratado de cerrar la boca al respecto”).
Miéville se volvió “un ejemplo de un momento”, admite ahora. “Para gente que no conoce el terreno, me volví conocido como un atajo de algo interesante que ocurría. Te engañás a vos mismo si pensás que todo se debe a tus innatas y maravillosas dotes”. Sin embargo, desde el principio de su carrera, también la corriente literaria principal le prestaba atención, aún si a veces era sólo para descartarlo. Para su número de 2004 sobre los Mejores Novelistas Jóvenes Británicos, el editor de la revista Granda, Ian Jack, registró a Miéville como “un extraordinario escritor de fantasía oscura”, pero no llegó a incluirlo en la lista.
Desde la época en que Miéville comenzó a escribir, el esnobismo y las divisiones que asolan las discusiones de género han empezado a debilitarse, como también las líneas entre ellos. “Aunque los géneros pueden ser fantásticamente insulares, hay un montón de excitación tanto dentro como fuera cuando las cosas realmente sangran. Ocurrió con el cyberpunk, y a principios de los 70 con New Worlds. Estamos en un bastante buen momento, donde hay mucho de intercambio y de apertura mental”. Aunque Miéville se siente frustrado por “el interminable, como un dolor en el culo, lamento explícito del género de que nadie nos toma en serio”, admite que aún continúan las miradas despreciativas. “’¿Cuándo vas a empezar a escribir literatura en serio, leer literatura en serio?’… ¿Cuándo fue la última vez que el London Review of Books hizo un artículo sobre la increíble cosa de vanguardia que está ocurriendo en la ciencia ficción?”.
Un reciente desarrollo en el debate sobre géneros es la creciente discusión sobre la “lit-fic” como género en sí mismo. Como John Harrison, otro de los héroes literarios de Miéville, escribió recientemente en su blog (en ingles), “Cuanto antes la ficción literaria (lit-fic) reconozca y acepte su identidad genérica, antes podrá recibir ayuda”. Miéville concuerda de corazón: “Amo los géneros; creo que son fascinantes. Mi cuestión con la lit-fic no es que sea un género sino que a) no cree que lo es y b) cree que es ipso facto mejor que todos los que son géneros. La ficción literaria de ese tenor –insular, hermética social y psicológicamente, neuróticamente auto-congratulatoria en cierto ambiente, disociada de cualquier extrañamiento o fricción estética a contrapelo— está en mal estado”. Miéville señala a la novela Saturday (Sábado) de Ian McEwan, situada alrededor de una marcha contra Irak en 2003, como el”momento paradigmático en la crisis social de la lit-fic “.
“A principio de los 2000, hubo un increíble florecimiento del enojo y la excitación… Me parece que Saturday, más bien de forma díscola, dijo ‘ok, ustedes nos acusan de una obsesión neurótica con la insularidad y un cierto ambiente. Voy a tomar el acontecimiento político más extraordinario que ha ocurrido en Gran Bretaña en cualquier cantidad de años y, obstinadamente, voy a interiorizarlo y despolitizarlo con cierto tipo de prosa límpida… Era una novela combativa que fue al encuentro de la sensación de que había una crisis y negó esa crisis mediante su absoluta fidelidad a cierto tipo de tópicos genéricos”.
Después de una novela infantil, Un Lun Dun, basada en un fantástico Londres alternativo, The City and the City (2010), un enigma existencial en torno de un asesinato ubicado entre dos ciudades opuestas del Este de Europa que ocupan el mismo espacio físico, jugó con una nueva tradición de género: el policial. “Lo gracioso es que para ser mi libro menos fantástico, nació de una idea muy de género: una ciudad habitada por dos especies diferentes, uno de ellos un grupo de gigantes que tenían un tamaño tres veces más grandes que los demás. Debías tener una concatenación de edificios completamente diferentes en la misma ciudad. Eso me llevó a pensar acerca de las ramificaciones políticas de dos comunidades completamente diferentes viviendo juntas. Lentamente, lo fantástico empezó a desangrarse y quedó lo sociopolítico”.
La novela provocó comparaciones con Kafka y Philip K Dick por su exploración de la autoridad arbitraria y la desorientación individual, y ha sido leída como una alegoría sobre ciudades divididas como Jerusalén y Berlín, así como la cotidiana ceguera voluntaria de la vida moderna. Margaret Atwood consideró al libro como “una metáfora intrincadamente detallada de cómo vivimos hoy –ignorando lo que está justo enfrente de nosotros pero permanece ‘invisible’ porque elegimos no verlo”.
El libro había sido concebido como una novela policial en parte como un regalo para su madre, fanática del género detectivesco. Miéville escribió el primer borrador a lo largo de la larga enfermedad de ella, primero con cáncer de mama y luego con leucemia, un extraño efecto colateral de la quimioterapia utilizada para tratar aquel. Su muerte, en 2007, a la edad de 58 años, lo golpeó muy duro.
Si The City and the City marcó una nueva dirección, con una prosa más parca y un tono más sombrío, Kraken, publicada poco después, “se sintió como el fin de algo”. Miéville describe el libro, una tumultuosa mezcla de tradiciones de Londres, cultos mesiánicos y bromas internas de la cultura pop, como “un intento de canalizar una suerte de indisciplinada, agradable exuberancia que sentí que había estado abandonando”. El libro se abre con la desaparición de un gigantesco calamar del Museo de Historia Natural. “Realmente hay un calamar gigantesco preservado allí. Cuando escuché que lo tenían, perdí completamente la cabeza, como fanático de los cefalópodos. Lo sentí como un mito embotellado en esa habitación. Así de impactante”. Comenzó con el calamar, pero enseguida “se sintió mucho como un homenaje a todo aquello en lo que podía pensar. Es probablemente el libro más caprichoso que podría escribir”.
Embassytown es una bestia mucho más limpia, más alineada con la corriente: Miéville sabía que, esta vez, quería crear un universo de ciencia ficción para dar un vehículo a sus ideas sobre la lingüística. También se ha dirigido a elaborar una sensación del choque de culturas reteniendo información antes que haciendo espuma con descripciones barrocas. “Una de las cosas que me gusta acerca de la ciencia ficción es no saber qué está pasando. Nada quebrará mi teratofilia (Ndt: amor por los seres monstruosos), y no quiero que parezca que estoy abandonando a los monstruos, pero es muy deliberado que en el libro las descripciones de los extraterrestres sean muy nebulosas. Se trata de meterse en las palabras mismas, dado que todo el libro es acerca del lenguaje y la significación”.
Además de ser “neuróticamente acerca del lenguaje”, arrojando un montón de bromas sobre la academia y la lingüística, Embassytown es un sincero homenaje a sus predecesores en la ciencia ficción. Miéville insiste en que “nunca renunciaría a mi tradición de género. Ocasionalmente, la gente dice ‘pero vos no sos realmente ciencia ficción, te estás escapando del género’. ¡No, realmente! Sé que está dicho con buenas intenciones, pero prefiero ser un conducto que una excepción”. Para Miéville, como para los fanáticos y críticos del campo de la ciencia ficción, el género es donde se encuentra el pulso de la literatura –las ideas, la emoción. “El proyecto del realmente, el nombre mismo, muestra que no es simplemente desmesurado, es absurdo, ridículo. ¿Qué parte? ¿Sobre qué parte estás siendo realista?”. Cada vez más, Miéville es un lugar para esperanzas de los críticos. Ursula K Le Guin confía, con toda tranquilidad: “Cuando gane el Booker (Prize), toda la estúpida jerarquía colapsará; y la literatura será mucho mejor por ello”.

Publicado originalmente en El Puercoespín.


La apariencia de China Miéville es una parte clave de su aura: alto y fortachón, con la cabeza totalmente rapada y cinco aros grandes en su oreja izquierda, podría bien ser un personaje de sus propias novelas. Recientemente agregó a su imagen corporal un tatuaje grande y colorido en su brazo derecho. Es un monstruo inventado por él mismo llamado skulltopus, un híbrido entre un skull (calavera) y un octupus (pulpo). Como muchos de los monstruos en el mundo de Miéville, el skulltopus es un maravilloso y grotesco invento que satisface a nivel visual, pero también tiene un trasfondo teórico.

En una entrevista por correo electrónico con Miéville (que se encontraba en Boston, promocionando su nueva novela, Embassytown), comenzamos por una pregunta frívola:


¿Nos podrías contar sobre tu nuevo tatuaje?

Es un homenaje a las dos tradiciones de lo fantástico al cual yo me adhiero. El weird [raro] simbolizado por el pulpo y lo Hauntological [una palabra compuesta inventada con la raíz haunt, atormentar o embrujar. ed.] simbolizado por la calavera.

Los considero tradiciones contradictorias que tiran en direcciones diferentes, por lo tanto el skulltopus es una combinación imposible.

Una versión más larga a esta pregunta que explica el tatuaje, se puede encontrar en un ensayo que escribí y que está on line en el siguiente link: http://blog.urbanomic.com/urbanomic/pub_collapse4.php


Hemos estado siguiendo tu blog, rejectamentalist manifesto. ¿Por qué comenzaste a bloguear? ¿Qué función cumple en tu rutina como escritor?

Un lector me regaló el url insistiendo que lo usara para hacer algo. Inicialmente estaba nervioso, pero luego me interesó mucho. ¿Qué función cumple? No lo sé. No tiene ningún lugar en mi rutina, porque no tengo tal cosa. Espero que termine siendo algo propio, irreducible a otra cosa; que tenga un genio y curiosidad propia y vívida y que no sea nada más que el rejectamentalist manifiesto.


Tu reputación se está agigantando merecidamente. ¿Deseas ser famoso? ¿Temes por el efecto destructivo de la fama?

Me siento increíblemente afortunado. Lo único que podría realmente desear es poder escribir a tiempo completo, pagar mi hipoteca con la escritura, y estoy logrando hacer esto. Nunca me olvido de lo extraordinario que es esto. Seguro que codicio, o por lo menos quiero, que me lean tantas personas como sea posible. No creo que codicio la fama como una cosa en sí, pero sí quiero que mucha gente lea los libros.

Hay otros beneficios que son agradables, como tener una plataforma para hacer públicas mis opiniones políticas o de otra índole; y que la gente preste algo de atención. No diría que sea destructiva, lo positivo pesa muchísimo más que lo negativo. Sin embargo, hay aspectos negativos. Las críticas y las expectativas son unas de ellas. Pero sería absurdo y desagradecido de mi parte quejarme. En el mejor de los casos un lectorado más grande le podría obligar a uno mejorar su escritura. Espero que sí. Trabajo con muchas ganas y quiero seguir haciéndolo.


¿Desesperas por la humanidad? ¿Todo esta bastante sombrío?

De ninguna manera. Por cada momento sombrío y desesperante —y en el Reino Unido las cosas están tóxicas y desagradables, a un nivel político, como lo están en tantos otros lugares— hay también, por ejemplo, la plaza de Tahrir. Ese espíritu ahora es como un Bacillus rojo hacía España, y celebro esa infección.

Como pasa muchas veces en estos momentos cuando las cosas están horrorosas, hay muchas cosas inspiradoras. La valentía de los que han cambiado el maligno mundo de la política me deja anonadado. Políticamente soy un optimista. Y no hay contradicción en combinar ese optimismo con la sensación de que vivimos en lo que son, en muchos lugares, tiempos desagradables.

Pero las cosas nunca son de una manera u otra. Se extiende tiesamente con contradicciones políticas. Este es el motivo por el cual los eventos suceden tan precipitada e inesperadamente; y por qué inspiran tanto. Sería zonzo estar relajado políticamente. Estoy muy preocupado y creo que con razón. Pero sería rendirse a la repetida difamación de la humanidad estar sin esperanza y excitación. La desolación y la resistencia parpadean en superposición.


¿Hay un gran trabajo secreto delante de ti? ¿Un Moby Dick o un Finnegans Wake?

Si hay una obra secreta, gran o no, y lo revelo, ya no será una obra secreta. Y con ese cambio de su naturaleza la traicionaría, ¿no cierto? Entonces espero que me perdones, pero tu pregunta contiene la respuesta negativa dentro de ella. Tengo planes. Eso es seguro.


Publicado originalmente en Clarín

Will Self-El mundo




1. EL MUNDO

No carecería de lógica la esperanza de ser capaz de seguir adelante y, tras haber caminado por el mundo, satisfacer mi ambición de recorrer a lo largo la isla de Inglaterra, una de las trescientas que componen este extraño archipiélago artificial. Para empezar, yo no había andado todo el camino desde la casa de Jim Ballard en Shepperton (exceptuando el vuelo entre Heathrow y el aeropuerto internacional de Dubai), sino que habían sido los áridos páramos de Tiger Woods los encargados de minar mi determinación, mientras el desenfadado aniversario del Divino Profeta me había trastocado la agenda. La verdad es que me divertía la ironía de que a un judío anglicano como yo se le negara el acceso a un simulacro de mi tierra natal englobado en un festival musulmán: eso colocaba no sólo al Mundo, sino también al mundo, en la perspectiva adecuada. Pero no iba a ser ése el obstáculo definitivo, sino la simple ausencia de un lugar para bajar a tierra.

Anna, la chica que se encargaba de las relaciones públicas de Nakheel, una empresa subsidiaria de las construcciones del jeque Mo, se moría de ganas de ayudarme, pero cuando llegamos al Mundo nos encontramos con que el malecón había sido enviado a Alemania. En 2006, Richard Branson, el magnate de los refrescos y los condones, había plantado la bandera en Inglaterra como parte de una campaña publicitaria destinada a «celebrar» el inicio de los vuelos directos de Virgin Airways entre Londres y Dubai. Más recientemente, Piers Morgan, el egregio ex director del Daily Mirror que había sido lo suficientemente tonto como para comprar fotografías trucadas de militares torturando a presos iraquíes (cuando había tantas auténticas dando vueltas por ahí), también había puesto los pies en Inglaterra para un documental televisivo que estaba filmando.

Probablemente, yo carecía de la influencia necesaria para que me pusieran una pasarela, pero la verdad es que no quería armar mucho barullo porque, francamente, ya me parecía todo un logro haber conseguido llegar al Mundo. Tampoco había hecho el menor esfuerzo para ocultarle a Anna mi identidad, ni aquello acerca de lo que pensaba escribir, por lo que suponía que ella no había hecho los deberes muy a conciencia o que sus jefes habían pensado que dejarme expandir información negativa sobre ellos siempre sería mejor que impedirme la entrada.

Personalmente, si llego a estar en la posición de Nakheel, me hubiera prohibido a mí mismo acercarme a ese demencial ejercicio de miniaturización, pues se trataba de una perita en dulce para cualquier humorista. Yo hubiera enviado unos acorazados pequeñitos para hundirme o unos mini submarinos que me torpedearan. La situación me recordaba la columna sobre Psicogeografía que había escrito tras pronunciar un discurso en vistas a recaudar dinero para una organización caritativa llamada Niños de la Guerra en la Real Corte de Justicia de Londres. La cosa consistió en una cena organizada por la revista de economía Euro Week para los agentes de bolsa de la City, y durante mi relato acerca de la violación de una niña afgana de trece años, más su consiguiente encierro y tortura por haber cometido el «delito» de «adulterio», los ya cocidos bolsistas no habían dejado de darle con ganas al Chateau Petrus.

Evidentemente, les puse verdes, tanto en persona como en el papel. Sin embargo, no fueron los bolsistas los que intentaron demandarme por libelo, sino los picajosos caritativos. Yo había dicho en mi artículo que creía en el trabajo que llevaban a cabo –ayudar a niños en zonas de guerra–, pero que no estaba seguro de que eso fuese lo que deberían hacer: «Las organizaciones caritativas, y demás ONG, se suman a las aventuras de nuestro gobierno en el extranjero cual buitres licenciados en sociología, alimentándose de la carroña que queda en el campo de batalla. Se posan durante unos meses o unos años, publican en casa discos con colaboraciones de famosillos para financiarse y luego levantan el vuelo en busca de más Humanismo con el que alimentarse».

Un par de días después, la abogada de The Independent me llamó para informarme de que niños de la guerra preparaba una querella por difamación contra el periódico. Ambos nos reímos larga y amargamente, y ella –o sea, la abogada– apuntó que mi artículo no sólo era de lo más ponderado, sino que los de Niños de la Guerra quedarían como unos perfectos idiotas si iban a juicio por algo así; y tendrían que reconocer en público que habían invitado a un notorio polemista para que les guiara hasta el becerro de oro, pero que de momento se dedicaban a balar porque les estaban esquilando a ellos.

De todos modos, no podía evitar sentir cierta lástima por la simplona y francamente ovina Anna, que me recibió en la recepción de la oficina de ventas de Nakheel (lema de la empresa: «nuestra visión inspira a la humanidad»), donde me senté con cierta prevención bajo otro retrato del preclaro dirigente. tras intercambiar saludos, me llevó a una enorme habitación lleno de maquetas arquitectónicas. «¡Ooh!», exclamé. «Me encantan las maquetas. A veces son mejores que cuando se hacen realidad». «A veces» es la expresión que hay que utilizar aquí: no es que yo prefiera modelos a escala reducida de mi mujer y mis hijos, ni aspiro a poseer una reproducción del Panteón o del Partenón, pero cuando se trata de una arquitectura tan inane como la que practica Nakheel, lo mejor es la versión reducida.

Por supuesto, el Mundo en sí mismo también es una maqueta, lo cual suscita la curiosa cuestión filosófica de qué añade la maqueta de una maqueta a la inteligibilidad del asunto que ya aporta una simple maqueta. Levi-Strauss pensaba que la miniatura debía ser la forma arquetípica del trabajo artístico, observando que hasta los frescos de Miguel Ángel para la Capilla Sextina eran miniaturas, dado que el tema central de la cuestión era la propia Creación. La literalidad y el crudo imaginario visual de las construcciones Palm –que Nakheel había definido como una «trilogía», aunque «amasijo» habría sido una descripción más atinada– también me sugieren un poso religioso o, más bien, una ambivalente paradoja islámica, pues aúnan dos pulsiones simultáneas y contrarias: por un lado, se trata de demostrar que el mundo carece de forma hasta que se interpreta con un manual de instrucciones coránicas; y por otro, la cosa consiste en rascarles la barba a los devotos con lo que, en esencia, no es más que un montón de pictogramas vulgares.

Ciertamente, una vez empiezas a observar la península arábiga desde la perspectiva de satélite que te ofrece la visión del jeque Mo, resulta difícil no quedarte pasmado ante la dimensión geo-política de todo esto: están los emiratos Árabes Unidos y Omán, interior y suela respectivamente de un zapato que golpea el suave bajo vientre de Irán, Afganistán y Pakistán. O, posiblemente, una protuberancia más fálica (unida a sus priápicos rascacielos y la lubricación de la comida rápida occidental, el alcohol y la crema solar) que se interna entre las separadas nalgas del resto de la umma: un acto de sodomía tectónica que puede haber sido diseñada aposta para inflamar el honor de los islamistas. Digamos, y reiteremos, que no hay nada que resulte en lo más mínimo gay en los habitantes de los emiratos en sí, a no ser que las cosas hayan cambiado en las dos últimas generaciones. Thesiger reconocía que la homosexualidad era «común entre la mayoría de los árabes, sobre todo en las ciudades». Sin embargo, «se da muy poco entre los beduinos… A veces, éstos hacen chistes sobre cabras, pero nunca sobre muchachos».

Pensé en los joviales iraníes y sus muñecas hinchables, pero dejando aparte los chistes de cabras, no había gran cosa de la que reírse mientras Anna y yo nos encaramábamos a la lancha –manejada por dos marineros de una extrema pulcritud– y se ponía en marcha el motor. La aceleración fue rápida, y no tardamos mucho en surcar las olas dejando un rastro de espuma a la espalda, cual clásico ejercicio de caligrafía arábiga. Las falsas torres Chrysler de Knowledge City se empequeñecían mientras nos alejábamos del largo bulto del Palm y nos deslizábamos junto a Logo Island, una urbanización autónoma de lujo que a mí me recordaba ligeramente una fábrica de cemento. ¡Logo Island! Menudo nombrecito. De hecho, hay un par de islas Logo, una a cada lado de la masa del Palm, y resulta evidente que al jeque Mo le parecen logos de Nakheel estilizados, muy estilizados; un logo al que beneficia la estilización añadida de los caracteres árabes de la palabra «Nakheel». Mola, ¿eh?

La pulcra tripulación, la lancha impecable, el mar chispeante, la chica recién salida de unos cursos de relaciones públicas en una universidad británica de provincias… Sin duda, se me podía perdonar por imaginar que me dirigía a la isla secreta del Doctor Mo –o puede que del doctor Moreau–, donde se me sometería a una atroz vivisección: me amputarían las piernas y me sustituirían el cerebro por uno de un empresario de la construcción. Desde el mar, la barrera del Palm Jumeirah parecía exactamente lo que era: siete millones de toneladas de piedra. Costaba creer que los planificadores de ese charco de cinco kilómetros cuadrados no se hubiesen dado cuenta de que acotar casi por completo una zona tan grande de agua marina acabaría por estancarla, pero así había sido. En cualquier caso, habían conseguido solventar el problema a base de abrir otro canal en la barrera, y ahora –o eso aseguraban sus biólogos marinos–, los intersticios de las diecisiete frondas del Palm eran famosos por su rica fauna y flora: hierba marina, pescado de arrecife, ostras… el típico menú tropical. pero los residentes del Palm preferían un entorno más sofisticado: el buceo se llevaba a cabo en torno a los cascos hundidos de dos aviones F100 Super Sabre (utilizados por las fuerzas aéreas de Estados Unidos en Vietnam), y también se decía que había un lingote de oro de un kilo oculto en el fondo de tan placentera piscina.

Probablemente, a Hamid Karzai –que tiene propiedades en el Palm– o a su hermano, el narcotraficante, le encantaría desnudarse y sumergirse en tan cálidas aguas en busca del botín. Sería una alternativa muy agradable a tener que aguantar el desbarajuste de la vida submarina, por no hablar del de Kabul. La choza de Karzai está justo enfrente de la de Kieron Dyer, el futbolista. Se trata de dos de las ocho mil residencias que han sido metidas con calzador en el Palm, en vez de las cuatro mil quinientas planeadas en principio. Los que habían pre-pagado sus casas fueron informados, de forma nada ceremoniosa, del nuevo diseño dos años antes de que se terminara de construir el Palm. En esos tiempos, claro está, dada la hinchazón de la burbuja inmobiliaria, fueron pocos los que se quejaron (tampoco es que pudieran hacer nada al respecto). Pero ahora, los palmeros estaban viendo cómo su inversión se estaba evaporando en el aire, y los murmullos de los descontentos iban subiendo de volumen.

Personalmente, yo creo que si te compras una casa en una península artificial en forma de palmera y con una extensión de 25 kilómetros cuadrados, te mereces lo que te pase. así pues, quejarse, como hizo un residente de la zona, de que la cosa «no tenía nada que ver con lo que se veía en el folleto» fomenta un cachondeo de lo más humano. Joder, si hasta el propio consultor de medio ambiente de Nakheel tuvo que admitir –mientras defendía el tinglado de la Trilogía– que, «Hay una cuestión filosófica en si la creación de hábitat mediante arrecifes rocosos, vegas de hierba marina y extensas playas para el control de las mareas (setenta kilómetros en Palm Jumeirah) constituye una defensa suficiente para la actividad constructora de nuestra isla». Sí, señor, y la respuesta filosófica a esa pregunta quedaba claramente de manifiesto al ver las grúas paralizadas en la zona en la que se había dejado de trabajar en la Trump International Tower (coste estimado: 2.96 mil millones). «Lo vulgar es para los demás», rezaba una valla situada frente a las grúas, que empezaban a parecer las horcas de las que pendería pronto la civilización. Sí, lo vulgar es para los demás, y lo mantendremos alegremente mientras nos olvidamos de reparar el Atlantis, un hotel de lujo de siete estrellas con la elegancia arquitectónica propia de un gordo rico y cabrón que se te sienta en la cara. Y además, ¿Quién en su sano juicio le pondría a un hotel el nombre de una tierra mítica que se inundó de forma catastrófica? ¿Y quién tendría el valor de alojarse ahí? Así pues, el Atlantis, donde cada habitación tiene vistas al mar o a un tanque de tiburones, se mantiene vacío y putrefacto.

En alta mar, el tipo del timón le dio al cambio de marchas y la lancha pasó de golpear las olas a atravesarlas. toda la línea costera de Dubai apareció ante mí envuelta en una nube marrón de polución: desde los bloques del centro en torno a la ensenada a los pináculos de Dubai Centro y las agujas de su Burj, y de ahí al agusanado Burj Al Arab y el cielo infestado del Club Náutico de Dubai. Todo eso, pensé, es el mundo en toda su torrencial y sucia obsolescencia, mientras que más allá se extiende el Mundo: un planeta desierto y prístino en bajorrelieve. su magma arenoso había sido extraído del fondo marino por la empresa holandesa Van Oord, y luego –utilizando una técnica conocida con el poético nombre de «arcoirización», en referencia a los arcos de sedimentación espectrográfica–, la laguna de nueve kilómetros por ocho había sido retirada a un lado para que apareciera la tierra seca. eso es lo que se hizo. Y el Constructor le llamó a la tierra seca el Mundo, y Él la llenó de isletas de entre cinco y veinte acres, cada una de ellas en forma de una muy querida porción del viejo mundo… y el Constructor creyó que se las quitarían de las manos.

Los precios en el Palm estaban bajando –sí, lo adivinaron–, cosa del cincuenta por ciento en el último trimestre, mientras que aquí, en el Mundo, las cosas iban tirando: se había vendido el setenta por ciento de las isletas, y el treinta por ciento restante –o eso quería hacernos creer Nakheel– andaban muy buscadas. Durante 2009, al igual que en años anteriores, se habían enviado «invitaciones para poseer el Mundo» a unos pocos privilegiados. Por lo menos, así se suponía que funcionaban las cosas, aunque la adjudicación de Great Britain Island (que es como la llama su actual propietario) parece haber sido más problemática. Comprada inicialmente por un consorcio de Galway, al oeste de Irlanda, que ya había sido «invitado a poseer» la isla Irlanda, Gran Bretaña volvió de manera misteriosa –como Laputa– a manos de Nakheel, y luego fue vendida de nuevo, esta vez a Safi Qurashi, un constructor medio asiático, medio británico, instalado actualmente en Dubai.

Una vez en el interior de la barrera de arrecife del Mundo, el barquero apagó el motor, nos deslizamos entre los simulacros de Sudamérica y África y luego aparecimos en la laguna del Atlántico Norte –al cabo de unos tres minutos–, circundando la Península Ibérica y enfilando la costa «francesa». Todos los continentes eran unos arenales informes, aunque vi un Portaloo hacia la supuesta región de Nigeria. Los promotores inmobiliarios habían tenido que analizar el terreno y solicitar permisos de construcción antes de empezar a convertir ese territorio fantasma en algo que diera dinero, pero… ¿Quién sabe? Iban a por todo el mundo, incluyéndole a usted: algunos se interesan por mansiones de lujo aisladas, otros aspiran a la igualdad del «desarrollo mezclado». El consorcio irlandés había pretendido que la isla Inglaterra tuviera un estilo «Grandísima Bretaña» a base de plantificar un hotel de lujo junto a 219 unidades residenciales, mientras que su visión para las reunidas Islas Británicas tasaba las unidades de la isla Irlanda –«Irlanda al sol»- entre ochocientos cincuenta mil y tres millones de euros.

John O’Dolan se había tomado en broma la compra de su consorcio: «Me han preguntado si planeo unir ambas islas». Tampoco pudo evitar cierta ironía celta: «Nos sentimos muy honrados de que Nakheel le propusiera a un irlandés comprar la isla de Inglaterra. Se habló mucho de que Richard Branson y Rod Stewart querían comprarla, y hay gente en Inglaterra muy cabreada porque creía que lo habían conseguido, pero luego resultó que no». El 29 de febrero de 2009, el cadáver de John O’Dolan fue descubierto en un cobertizo de sus propiedades cerca de Galway: a sus cincuenta y un años, este padre de tres hijos, profundamente preocupado en apariencia por su crisis financiera, se había quitado la vida.

En su funeral, el padre Peter Finnerty –amigo suyo desde la adolescencia aludió a la sospecha, muy extendida en Irlanda, de que los bancos habían mostrado una actitud implacable con los negocios demasiado llamativos. «Durante todos los años que conocí a John, nunca incumplió un trato o dejó una deuda sin pagar. Me gustaría plantear una pregunta… ¿Fue señalado John de alguna manera? ¿Tan mal se le trató para que hayamos llegado a esta situación? Creo que esta pregunta es de justicia».

Yo no sabía nada del suicidio de O’Dolan cuando, nueve días después, salté de la lancha a las blancas arenas coralinas de «Alemania». Evidentemente, me sabía muy mal no desembarcar en «Inglaterra»; había pensado avanzar con decisión –a lo veni, vidi, vinci–, recorriendo el terreno de un extremo a otro en vistas a imaginar el paseo por la auténtica Gran Bretaña que pensaba emprender de aquí a un par de años. En los esperanzados recovecos de mi mente –cenadores rosados, chispeantes de luminescencia neuronal– me imaginaba recorriendo los escasos pasos desde la costa sur, atravesando un Jardín de Inglaterra del tamaño de un jardín doméstico; descubriendo, acto seguido, extendida ante mí, una reconstrucción del Londres de Ballard: una muestra de tejados rojos, la forma acuosa del Támesis, junto a ella la contundencia de la urbanización con verja del puerto de Chelsea que Jim había plasmado en «Millenium People». Más allá, el carrusel del ojo de Londres giraría lanzado cual rueda de bicicleta, mientras aún más allá, zumbaría un Heathrow encogido, con sus terminales en forma de pepino y sus aviones moviéndose por control remoto por la pista de aterrizaje para aparcar. Avanzo cuidadosamente por las afueras de «Londres», de parque municipal en parque municipal, hasta que distingo entre mis pies la silueta familiar de la casa de Jim; y ahí estaba yo, a un extremo de la carretera M3 en miniatura, un insecto intentando salirse de un sendero embarrado, mientras rugían en la cercanía las aguas de las presas, y más allá de éstas, Vaughan cruzaba las carreteras arteriales en busca de otra colisión climática, una que significara que… el espacio y el tiempo íntimos de un solo ser humano habían sido fosilizados para siempre en esta telaraña de cuchillos de cromo y cristal congelado. (…) *

Londres, abril de 2009

Traducción de Ramón de España


Publicado originalmente en Granta